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Buscando a Wagner desesperadamente - Fausto y la Fenomenología del Espíritu

Es fácil constatar que semejantes distinciones no resuelven los problemas planteados por la epistemología ni por Matrix: la primera no podrá nunca estar plenamente satisfecha de ofrecer un conocimiento meramente "fenoménico" existiendo uno "nouménico" por descubrir, mientras que en la segunda siempre quedará la duda de que cualquier "realidad" no pueda ser de nuevo "virtual": ¿Y si Morfeo, Trinity y, en definitiva, la realidad que subyace a Matrix sólo fueran una simulación de un sistema aún más complejo que Matrix? O expresado en términos más universales ¿y si tanto Matrix como su realidad subyacente no fueran más que un sueño?

EL APOGEO DE LA UNIDAD DE LA RAZÓN EN EL IDEALISMO ROMÁNTICO

El carácter irresoluble de este problema epistemológico condujo a Fichte a proponer un subjetivismo radical que acabara con la ilusión de la autonomía del objeto: En la Teoría de la ciencia de 1797, el yo constituye el primer principio deductivo fundamental expresado como ley de identidad A=A, "el yo no puede afirmar nada sin afirmar en primer término su propia existencia" (Abbagnano 1950, §549). Aunque el segundo principio, el de oposición, parece reinstaurar el dualismo sujeto/objeto ("El yo no sólo se pone a sí mismo, sino que se opone también, a sí mismo, cualquier cosa que, en cuanto le es opuesta, es no-yo"), la primacía y carácter absoluto del yo queda sancionada en el tercer principio ("Pero, por otra parte, el no-yo es una mera apariencia. El objeto es una realidad, aunque sólo en virtud del yo").

Más fino en sus apreciaciones, Schelling mostraría en las Cartas filosóficas sobre el dogmatismo y el criticismo de 1796 que, pese a su apariencia irreconciliable, el idealismo fichteano es indiscernible del kantiano porque ambos se postulan desde la unidad de la razón; "El problema [de la existencia del mundo] puede ser resuelto sólo reconociendo la identidad o la unidad entre sujeto y objeto; pero esta identidad, a su vez, es pensable como objeto absoluto (cosa en sí) o como sujeto absoluto (sujeto en sí). La primera solución da lugar al dogmatismo (o realismo [Kant]) y la segunda al criticismo (o idealismo [Fichte]). Los dos sistemas tienen, pues, el mismo problema y el mismo término final, que es la identidad de sujeto y objeto" (Abbagnano, 1950 §560).

La profundidad de las observaciones de Schelling sólo fue plenamente compartida y desarrollada por Hegel. Al fin y al cabo, si el sujeto y el objeto no son sino postulados de la razón, quizá sea ésta la que deba replantearse y sentarse sobre unas nuevas bases. En efecto, en el celebrado prólogo a la Fenomenología del Espíritu, Hegel propugna la necesidad de sustituir la ontología del ser característica del pensamiento occidental desde sus orígenes por una nueva ontología del devenir, proponiendo al respecto la sustitución de la vieja lógica formal reducto del escolasticismo, por una nueva lógica del desarrollo.

Esto se traduce en términos epistemológicos a que Hegel no prescinda, en su configuración de lo verdadero, ni del lado subjetivo del conocimiento (como ocurría en el empirismo y, en cierto modo, con el idealismo kantiano) ni de su lado objetivo (como ocurría en el idealismo de Fichte y Schelling), y denuncie al mismo tiempo la identidad a un nivel profundo de ambas posturas filosóficas por el hecho de que tanto la una como la otra se habían postulado desde la unidad de la razón, es decir, presuponiendo la autosuficiencia de la razón para validar o invalidar un determinado sistema de representaciones acerca del conocimiento (Prólogo, II.1 El concepto de lo absoluto como el concepto del sujeto) :

"Si el concebir a Dios como la sustancia una indignó a la época en que esta determinación fue expresada [en referencia a Spinoza], la razón de ello estribaba, en parte, en el instinto de que en dicha concepción la conciencia de sí desaparecía en vez de mantenerse; pero, de otra parte, lo contrario de esto, lo que mantiene al pensamiento como pensamiento [en referencia a Fichte], la universalidad en cuanto tal, es la misma simplicidad o la sustancia indistinta, inmóvil; y si, en tercer lugar, el pensamiento unifica el ser de la sustancia consigo mismo y capta la inmediatez o la intuición como pensamiento [en referencia a Schelling], se trata de saber, además, si esta intuición intelectual no recae de nuevo en la simplicidad inerte y presenta la realidad misma de un modo irreal."

A este respecto, Hegel sitúa al escepticismo del lado de los subjetivismos unilaterales (como el racionalismo, el kantismo y el idealismo romántico) con los que tanto aparentaba discrepar (Prólogo, I.3 Lo verdadero como principio, y su despliegue):

"Así como, en otros casos, la vacua posibilidad de representarse algo de otro modo bastaba para refutar una representación [en referencia al escepticismo], y la misma mera posibilidad, el pensamiento universal, encerraba todo el valor positivo del conocimiento real [en referencia a Wolff y a Kant], aquí [en referencia a Fichte] vemos cómo se atribuye también todo valor a la idea universal bajo esta forma de irrealidad y cómo se disuelve lo diferenciado y lo determinado, vemos hacerse valer como método especulativo lo no desarrollado o el hecho, no justificado por sí mismo, de arrojarlo al abismo del vacío."

Años más tarde, en las Lecciones sobre la historia de la filosofía, expresará esta idea de forma más clara (Introducción, C.1 División de la historia de la filosofía):

"Ambos tipos de saber [el objetivo y el subjetivo] implican la unidad del pensamiento o la subjetividad y la verdad o la objetividad; la diferencia consiste en que bajo la primera forma se dice que el hombre natural conoce la verdad tal como directamente la cree, mientras que en la segunda forma, aun estableciéndose también en ella la unidad de saber y verdad, se hace de tal modo que el sujeto se eleva aquí por encima de la modalidad inmediata de la conciencia sensible y sólo llega a la verdad a través del pensamiento."

LA DISOLUCIÓN DE LA UNIDAD DE LA RAZÓN EN HEGEL: DE LA VERDAD AL CONTENIDO

Dicho con otras palabras, en los casos anteriores la razón obraba de forma ilegítima al actuar a la vez como juez y parte en el esclarecimiento de la verdad: la razón presenta argumentos en favor o en contra de una tesis y la razón juzga su validez para dictaminar finalmente la verdad. Y es precisamente en este concepto de "verdad" impuesto por la razón donde radica la clave de todo el problema epistemológico.

Hegel observa cómo la finalidad de la filosofía tradicional consistía en determinar la falsedad o validez de una proposición. Sin embargo, y dado que los conceptos de verdadero y falso son asimismo postulados de la razón, Hegel concluye que el contenido de las proposiciones filosóficas se ve decisiva y negativamente afectado por la unilateralidad que la razón otorga a estos conceptos (Prólogo, III.1; Lo verdadero y lo falso):

"Lo verdadero y lo falso figuran entre esos pensamientos determinados, que, inmóviles, se consideran como esencias propias, situadas una a cada lado, sin relación alguna entre sí, fijas y aisladas la una de la otra […]. No hay lo falso como no hay lo malo. Lo malo y lo falso no son, indudablemente, tan malignos como el diablo, y hasta se les llega a convertir en sujetos particulares como a éste; como lo falso y lo malo, son solamente universales, pero tienen su propia esencialidad el uno con respecto al otro."

La pobreza de contenido de las proposiciones filosóficas se deriva, pues, del hecho de que la razón se conforme con ponerles y quitarles la etiqueta de la "verdad" o de la "falsedad", convirtiendo así a la filosofía en una disciplina meramente formal. A su vez, la lógica formal, entendida como la deducción de nuevas proposiciones filosóficas a partir de otras de demostrada validez mediante la aplicación de determinadas reglas, no hace sino prolongar un modo de aproximación a la verdad extremadamente plano y, en definitiva, carente de contenido (Prólogo, III.3 El conocimiento conceptual):

"Ahora bien, no es difícil darse cuenta de que la manera de exponer un principio, aducir fundamentos en pro de él y refutar por medio de fundamentos el principio contrario no es la forma en que puede aparecer la verdad. La verdad es el movimiento de ella misma en ella misma, y aquel método, el conocimiento exterior a la materia."

Frente a la atribución de validez o falsedad que la ontología tradicional pretendía para sus proposiciones, la nueva ontología planteada por Hegel trata, principalmente, de determinar su contenido. Para ello, se hará uso extensivo de la misma norma que constituirá más adelante el presupuesto fundamental del estructuralismo, esto es, que sólo se conoce por la diferencia (III, I.3 La infinitud):

"La unidad, de la que suele decirse que de ella no puede brotar la diferencia, no es de hecho, ella misma, solamente momento del desdoblamiento; es la abstracción de la simplicidad enfrentada a la diferencia."

También (V, A.a. Observación de la naturaleza):

"lo determinado tiene, por su propia naturaleza, que perderse en su contrario; de ahí que la razón deba avanzar más bien dejando tras sí la determinabilidad inerte que presentaba la apariencia de lo permanente, hasta llegar a la observación de la misma tal como en verdad es, a saber: en cuanto se relaciona con su contrario."

Esta exigencia se expresa en Hegel mediante la necesidad de adoptar en la nueva filosofía, en oposición al modelo de proposición matemática, tautológica y carente de significado, que había sido la aspiración de la filosofía racionalista e idealista, un modelo de proposición dialéctica que introduce una nueva noción del ser según la cual, para entendernos, sólo se llega a ser lo que se es después de haber sido lo que no se es, es decir, tras haber superado esta contradicción y haberla asimilado en el contenido resultante. Si por un lado, en el paradigma matemático tenemos (Prólogo, III.2 El conocimiento histórico y el matemático):

"Además, por razón de aquel principio y elemento [lo uno] -y en ello estriba lo formal de la evidencia matemática-, el saber se desarrolla por la línea de la igualdad."

en el dialéctico tenemos, en cambio (Prólogo, II.3 La formación del individuo):

"El espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento. El espíritu no es esta potencia como lo positivo que se aparta de lo negativo, como cuando decimos de algo que no es nada o que es falso y, hecho esto, pasamos sin más a otra cosa, sino que sólo es esta potencia cuando mira cara a cara lo negativo y permanece cerca de ello. Esta permanencia es la fuerza mágica que hace que lo negativo vuelva a ser."

LA EPISTEMOLOGÍA HEGELIANA COMO ONTOLOGÍA DEL DEVENIR

La verdad en Hegel, para llegar a ser tal, no puede ser nunca un mero producto de la razón (algo estático), sino que debe estar sometida a un continuo examen y contraste de sus dimensiones subjetiva (lo que tiene de construcción mental) y objetiva (su fundamento real o fenoménico) (V, A.b. Las leyes del pensamiento):

"Sin embargo, lo puramente formal sin realidad es la cosa discursiva o la abstracción vacía sin llevar en ella la escisión que no sería sino el contenido."

La escisión permanente entre las dimensiones subjetiva y objetiva de la verdad no concluye con la victoria de una dimensión sobre la otra. Por el contrario, dicho contraste inicia un movimiento durante el cual cada una de las partes es redefinida continuamente por la acción de su contrario. Según Hegel, este movimiento es lo único capaz de expresar lo verdadero en su totalidad: no como una verdad fija e inmutable como las que la filosofía precedente había tratado proclamar hasta entonces, sino como el recorrido de la verdad a lo largo de todas sus negaciones, esto es, como el desenvolvimiento histórico de la verdad (Prólogo, III.3 El conocimiento conceptual):

"Lo verdadero es, de este modo, el delirio báquico, en el que ningún miembro escapa a la embriaguez, y como cada miembro, al disociarse, se disuelve inmediatamente, por ello mismo este delirio es, al mismo tiempo, la quietud translúcida y simple."

Así, por ejemplo, si en la filosofía anterior la discusión sobre la idea de Dios se realizaba en base a esencialidades abstractas tales como su existencia, su unidad, eternidad, bondad, la posibilidad de su conocimiento, etc., en un sentido que, una vez dilucidado el resultado, otorgaba a éste el rango de verdad absoluta que invalidaba cualquier otra postura, a Hegel le interesará más la materialización de la idea de Dios en distintas épocas y contextos culturales, bien en forma de religión positiva (es decir, en la forma de las distintas iglesias, dogmas, ritos, normas morales, etc.), bien en su conexión con el resto de las manifestaciones racionales de una cultura (filosofía, estado, arte, costumbres, etc.), así como la explicitación del desarrollo inmanente tanto de su concepto como de su materialización a lo largo de la historia (Prólogo, II.1 El concepto de lo absoluto como el concepto del sujeto):

"La vida de Dios y el conocimiento divino pueden, pues, expresarse tal vez como un juego de amor consigo mismo; y esta idea desciende al plano de lo edificante e incluso de lo insulso si faltan en ella la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo de lo negativo."

Debido a este nuevo concepto de verdad, Hegel sustituirá como objeto de estudio filosófico a las esencialidades abstractas que caracterizaron la filosofía anterior (Dios, la libertad, el alma, el bien, etc.) por aquellas manifestaciones del espíritu humano en las cuales dichas esencialidades adquieren un cuerpo y un desenvolvimiento histórico, tales como la religión, la política, el derecho o la misma historia, que habían cumplido un papel muy secundario en los sistemas filosóficos anteriores. Lo verdadero no es ya para Hegel este o aquel momento de la verdad, sino el conjunto en su totalidad expresado como sistema o como necesidad (Prólogo, II.1 El concepto de lo absoluto como el concepto del sujeto):

"Lo verdadero es el todo. Pero el todo es la esencia que se completa mediante su desarrollo."

Al enunciar lo verdadero como proceso, y no como algo fijo y eterno, Hegel derriba por completo los pilares básicos de la ontología precedente y marca el inicio de una nueva época del pensamiento que quedará marcada por esta ontología del devenir, una nueva época en la que la realidad se intentará percibir en todas sus facetas -desde la individual (psicología) hasta cada uno de las distintas formas de expresión de lo colectivo (sociedad, política, historia, antropología, etc.)-, abriendo así el camino a un modo de filosofar y a un modo de "pensar" la ciencia acorde con los enormes retos planteados durante la era posterior a la Revolución Francesa (Prólogo, I.3 Lo verdadero como principio, y su despliegue):

"No es difícil darse cuenta, por lo demás, de que vivimos en tiempos de gestación y transición hacia una nueva época. El espíritu ha roto con el mundo anterior de su ser allí y de su representación y se dispone a hundir eso en el pasado, entregándose a la tarea de su propia transformación. El espíritu, ciertamente, no permanece nunca quieto, sino que se halla siempre en movimiento incesantemente progresivo. Pero, así como en el niño, tras un largo periodo de silenciosa nutrición, el primer aliento rompe bruscamente la gradualidad del proceso puramente acumulativo en un salto cualitativo, y el niño nace, así también el espíritu que se forma va madurando lenta y silenciosamente hacia la nueva figura, va desprendiéndose de una partícula tras otra de la estructura de su mundo anterior y los estremecimientos de este mundo se anuncian solamente por medio de síntomas aislados; la frivolidad y el tedio que se apoderan de lo existente y el vago presentimiento de lo desconocido son los signos premonitorios de que algo otro se avecina. Estos paulatinos desprendimientos, que no alteran la fisonomía del todo, se ven bruscamente interrumpidos por la aurora que de pronto ilumina como un rayo la imagen del mundo nuevo."

EL ESPÍRITU ESCINDIDO EN FAUSTO

La filosofía de Hegel constituye un síntoma especialmente significativo de la serie de profundas transformaciones espirituales que se iniciaron durante el tránsito del mundo moderno al contemporáneo. En este contexto, el Fausto de Goethe, obra rica, visionaria y experimental donde las haya, constituye la plasmación artística más paradigmática de dicho momento espiritual. Como hemos adelantado, los procedimientos empleados por Goethe en esta su obra cumbre para tal fin son de tipo simbólico; es decir, difieren por completo de los empleados (tomando como ejemplo una obra del mismo autor) en el Werther, donde la aspiración a un realismo psicológico total impregnaba todos los aspectos de la obra, desde la inspiración autobiográfica del contenido hasta la elección de la forma epistolar. En Fausto, cuyo contenido está inspirado en un mito medieval y cuya forma es difícilmente clasificable (¿drama irrepresentable, poema dramático que pide a gritos ser representado?), nos encontramos en un espacio básicamente fantástico poblado de arquetipos donde la realidad sólo se manifiesta de forma alegórica.

La estructura global del Fausto está articulada en torno al tema del espíritu escindido, tema que se manifestará a distintos niveles a lo largo de todo el relato (Parte I, Ante la puerta de la ciudad):

Fausto

"Dos almas, ay, habitan en mi pecho

y quieren una de otra separarse;

una, con recio afán de amor, se aferra

al mundo, con sus miembros abrazados;

otra, fuerte, se eleva desde el polvo

a los campos de los nobles abuelos."

La expresión de este tema más evidente y efectiva desde el punto de vista dramático, consiste en la figura de Mefistófeles, quien cumple la función de un otro yo (alter ego) de Fausto, la expresión arquetípica de una realidad interna de tipo psicológico, la personificación del lado oscuro e irracional de Fausto, el portavoz de sus deseos reprimidos y el instigador de la satisfacción de éstos. Es decir, Mefistófeles es la personificación de lo que la psicología del siglo XX denominará el subconsciente de Fausto. Pero además, Mefistófeles constituye una representación colectiva que trasciende el ámbito individual delimitado por Fausto; al tratarse de una figura arquetípica (en este caso, el demonio), Mefistófeles encarna el lado oscuro de la cultura occidental cristiana en su totalidad, cultura de la cual Fausto es igualmente una muestra arquetípica. El conflicto sostenido por ambos personajes a lo largo de la obra tiene un alcance mayor del meramente particular del cual puede sentirse partícipe todo individuo perteneciente a la cultura occidental por el mero hecho de pertenecer a ella, al margen de compartir o no una serie de experiencias concretas.

Sin embargo la escisión de Fausto se manifiesta además a través de una innumerable serie de antítesis simbólicas que aparecen insistentemente, a pequeña y gran escala a lo largo de toda la obra, hecho que subraya la naturaleza fuertemente sincrónica (léase simbólica) del relato. Atendiendo al significado podemos distinguir al menos cuatro planos de dualismos íntimamente relacionados entre sí.

El primero de ellos se refiere al aspecto epistemológico y concierne al par real/ideal, o también objetivo/subjetivo, el cual se manifiesta aquí a través de dualidades como las formadas por la fe religiosa y la razón científica o por la espiritualidad humana frente a sus necesidades materiales, en conformidad con una visión de la Edad Media descrita igualmente por Hegel en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía (Introducción, C.1 División de la historia de la filosofía):

"Esta marcada contraposición cuyos dos términos relaciona, esencialmente, la época moderna como totalidades entre sí, presenta también la forma de la contraposición entre la razón y la fe, entre la concepción propia y la verdad objetiva, la cual debe aceptarse sin ninguna razón propia e incluso sacrificando esta razón y renunciando a ella; es la fe en sentido eclesiástico o la fe en el sentido moderno, que consiste en rechazar la razón para dar oídas a una revelación interior a que se da el nombre de certeza o intuición inmediata, de un sentimiento descubierto en uno mismo."

Este tema se encuentra representado simbólicamente en el Fausto mediante su mismo protagonista, un científico que atraviesa una profunda crisis de fe, y es reforzada mediante la concurrencia de diversos pares de símbolos, algunos de los cuales se representan a sí mismos y no admiten ulteriores desarrollos (como las figuras del macrocosmos y del microcosmos de la escena Noche, Parte I), mientras que otros aportan nuevos significados y matices al dualismo principal: los episodios de Margarita y Elena como representativos del amor real y el ideal respectivamente, la contraposición entre la vida contemplativa de Fausto en su vejez y la vida activa que corresponde a su juventud, cuando el pacto con Mefistófeles le permite recuperarla, o el desarrollo de la acción en los escenarios real de la Parte I o en los fantásticos de la Parte II, etc.

El segundo se refiere al aspecto moral de la narración y concierne al par formado por el bien y el mal, el cual se manifiesta a través del conflicto que surge cuando las apetencias o necesidades de Fausto colisionan con los valores morales o sociales que la sociedad le ha transmitido. La íntima dependencia existente entre la escisión epistemológica y la escisión moral características de la cultura judeocristiana es la misma que refleja simbólicamente el mito más característico de esta cultura, es decir, el del pecado original y el árbol de la ciencia. Nietzsche señalaría en La genealogía de la moral el origen judeocristiano de este tipo de escisión como resultado de un proceso de interiorización gradual de un tipo de conflicto que se manifestaba en otras culturas de la antigüedad de forma externa, objetiva, con medios meramente coercitivos. En Fausto aparece presidida por la apuesta sostenida entre Dios y Mefistófeles, como promotores respectivos de la salvación o la perdición del alma de Fausto, y por oposiciones simbólicas de ámbito menor como las constituidas por los pares teología/magia, dogma/experiencia, gracia/pecado, etc.

Como subclase dentro del plano moral podemos considerar el par constituido por el amor sagrado y el amor profano, representado a través de la tradicional antítesis existente entre el amor al prójimo (caritas) que constituye uno de los rasgos esenciales del cristianismo y el amor carnal (eros) que en tantas circunstancias ha sido condenado por esta misma religión. Es este par el que protagoniza el desenlace de la obra tanto al estar representado en la antítesis establecida entre los amores de Fausto por Margarita y Elena (ambos carnales) y el amor al pueblo de campesinos al final de la Parte II del drama, como en su manifestación enteramente simbólica a través de la Margarita amante y condenada a muerte de la Parte I y Margarita santificada que intercede por el alma del pecador e nla escena de la redención de la Parte II. Volveremos a este tema al tratar el asunto de la Redención por el amor.

Finalmente, encontramos un tercer plano escindido en la contraposición que realiza Goethe en su obra entre los universos cristiano y pagano, los cuales articulan a grandes rasgos las dos partes del Fausto (la primera y parte de la segunda, cristianas, la segunda, en su mayor parte, pagana). Los especialistas han interpretado habitualmente este dualismo cristianismo/paganismo en clave estética Romanticismo/Clasicismo, aunque ello no impide que podamos ver en él algunos aspectos decididamente más visionarios. Si en la sucesión de escenarios recorridos por el protagonista intentáramos ver una regresión a los orígenes de la cultura occidental, desde el "actual" mundo medieval cristiano hasta el arcaico mundo de la mitología griega, podríamos ver en el Fausto una prefiguración de la tesis de Jung según la cual el mundo cultural pagano constituiría la capa más profunda del inconsciente colectivo de una conciencia, la del hombre occidental, presidida por la escisión originaria entre el paganismo precristiano y el cristianismo. En este sentido, Fausto no "resuelve" su escisión hasta que no es capaz de remontarse a este mundo primitivo y cruel en el cual aún no existe la conciencia del pecado. Precisamente este tratamiento del universo clásico, alejado por completo del paradigma apolíneo dominante en las reconstrucciones dieciochescas, prefigura la faceta "dionisíaca" que con tanta fortuna defendería Nietzsche en su El nacimiento de la tragedia (Parte II, En la altura del Peneo):

Mefistófeles

"Aún con mi orgullo, debo confesar

que nunca he visto cosa semejante.

Son peores que dioses de mondrágora.

¿Se puede hallar fealdad en absoluto

en los pecados siempre denostados

después de ver tal monstruo en triple forma?

No las admitiríamos delante

del más horrible de nuestros infiernos,

y están en el país de la belleza,

que tiene fama de ser clásico..."

LA BÚSQUEDA DEL YO Y EL NUEVO SUBJETIVISMO HEGELIANO

Como resultado de la escisión del espíritu -esto es, la continua negación de sus lados subjetivo y objetivo por la acción de su contrario- aparece una nueva figura dramática, la búsqueda del yo. Es el momento en el cual el individuo se sumerge en su lado oscuro en búsqueda de la luz interior o, desde un punto de vista hegeliano, el momento dialéctico de la enajenación y de la negación. Estructuralmente está subordinado, por lo tanto, al tema del espíritu escindido, del que constituye una faceta eminentemente psicológica (la búsqueda del yo como introspección, como recorrido crítico por la propia conciencia).

El interés prestado por el Romanticismo a la psicología es evidente en todas las manifestaciones artísticas, especialmente en las literarias, y ocupa un lugar prominente, más por las intenciones que por los resultados, en la actividad especulativa de la época. Dicho interés no era ciertamente nuevo, sin embargo el tratamiento del tema ofrecido por el Romanticismo es especialmente novedoso y significativo por cuanto señala la integración definitiva de lo irracional en el sistema de representaciones sobre la conciencia humana. De este modo, la locura, los estados de semiconsciencia, los sueños, los poderes sobrenaturales, las drogas, los fantasmas, la magia, etc., como manifestaciones de lo irracional, constituirán un material privilegiado del Romanticismo literario a la espera de su inclusión en la primera línea de las inquietudes filosóficas de la mano de Schopenhauer, en el cual encontramos la referencia filosófica más importante del siglo XIX alemán en relación con la psicología, precisamente por integrar en su sistema la figura de lo irracional como uno de los términos de la conciencia escindida (el mundo como Voluntad, en oposición al mundo como Representación).

El tratamiento romántico de lo irracional anticipa, de este modo, los esquemas duales propuestos por las distintas escuelas psicológicas del siglo XX como la freudiana, donde la escisión de la conciencia se manifiesta como conflicto entre el Id y el Super-Ego, o la jungiana, basada enteramente dualismos tales como el subconsciente individual frente al colectivo, el subconsciente cristiano frente al pagano, las funciones cerebrales humanas frente a las espinales animales, o la escisión entre la conciencia del mundo oriental y la del mundo occidental.

También en este asunto constituye Hegel un importante punto de inflexión en la tradición filosófica, aún cuando en su sistema no haya espacio alguno para lo irracional fuera de las implicaciones, significativas pero no suficientemente determinantes, que pudiéramos encontrar en el momento dialéctico de la enajenación. La relativa infravaloración del componente psicológico en la filosofía de Hegel no solo se sustenta en el carácter eminentemente racional que la caracteriza, sino también en el hecho de que los apartados psicológicos más explícitos de su Fenomenología, pronuncian poco más que un cierto conductismo que debemos entender en su contexto, el descrédito de disciplinas seudocientíficas muy acreditadas por entonces, tales como la fisiognómica y la frenología, a las que equipara por su falta de rigor con disciplinas como la astrología y la quiromancia (V, A.c, 2. La multivocidad de esta significación):

"El verdadero ser del hombre es, por el contrario, su obrar; […] La desmembración de este ser en intenciones y sutilezas por el estilo mediante las cuales se trata de explicar de nuevo al hombre real, es decir, sus actos, retrotrayéndolo a un ser supuesto, cualesquiera que puedan ser sus intenciones particulares con respecto a su propia realidad, deben abandonarse a la ociosidad de la suposición."

En realidad, el psicologismo derivado de la Fenomenología del Espíritu posee una importancia extrema en lo que tiene de motor invisible dentro del sistema hegeliano, al penetrar profundamente en sus fundamentos ontológicos. En efecto, el idealismo hegeliano marca distancias con las formas previas de idealismo, desde Descartes hasta Fichte, al sustituir subrepticiamente los mecanismos deductivos lógicos y/o matematicistas por mecanismos deductivos de tipo psicológico, esto es, cuyo fundamento último radica en la experiencia que la conciencia tiene de sí misma (Prólogo, III.1 Lo verdadero y lo falso):

"Cuando el espíritu se desarrolla en este elemento [la conciencia] y despliega en él sus momentos, a ellos corresponde esta oposición y aparecen todos como figuras de la conciencia. La ciencia de este camino es la ciencia de la experiencia que hace la conciencia."

Así, si las aproximaciones racionalistas a la psicología tendían a aplicar a su estudio herramientas completamente ajenas a su naturaleza, llegando incluso a expresar sus leyes en forma de teoremas matemáticos (como en la Ética de Spinoza), Hegel incurre justo en lo contrario: su Fenomenología del espíritu no se desarrolla según el aparato lógico-formal que cabría esperar de un sistema filosófico, sino como el desarrollo "novelado" de un espíritu cuya evolución se produce gracias a su paso por distintas experiencias vitales y cuyo desarrollo tiene lugar mediante procesos de evidente inspiración psicológica.

LA LEY BIOGENÉTICA Y LA FARRAGOSIDAD HEGELIANA

De este modo, la Fenomenología del Espíritu, planteada por Hegel como la narración del curso necesario de la conciencia abstracta en la búsqueda de su propio yo, vendría a sancionar la superación de la subjetividad cartesiana por una nueva subjetividad aún más radical en la que el yo no ocupa una posición preeminente desde un punto de vista puramente formal, el yo como mero punto de partida, sino que se erige un yo pleno de contenido, como proceso, como realidad absoluta (Prólogo, II.1 El concepto de lo absoluto como el concepto del sujeto):

"Según mi modo de ver […], todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y se exprese como sustancia, sino también y en la misma medida como sujeto."

El hecho de que tal circunstancia pase casi inadvertida al propio Hegel (para quien el objetivo de su nueva ontología se plantea más como una reconciliación con la realidad que como la proclamación de una nueva subjetividad) no hace sino subrayar el importante papel jugado por el hecho psicológico como sustrato inconsciente del sistema hegeliano.

La manifestación práctica más importante de esta nueva subjetividad hegeliana la encontramos en lo que se ha dado en llamar Teoría de la recapitulación o Ley biogenética; es decir, la hipótesis de que el desarrollo del individuo y el de la especie (como historia de la conciencia, o incluso como historia de la humanidad propiamente dicha) presentan un curso análogo (Prólogo, I.1 La verdad como sistema científico):

"La necesidad interna de que el saber sea ciencia radica en su naturaleza […]. En cuanto a la necesidad externa, concebida de un modo universal, prescindiendo de lo que haya de contingente en la persona y en las motivaciones individuales, es lo mismo que la necesidad interna, pero bajo la figura en que el tiempo presenta el ser allí de sus momentos."

O, de forma bastante más explícita (Prólogo, II.3 La formación del individuo):

"También el individuo singular tiene que recorrer, en cuanto a su contenido, las fases de formación del espíritu universal, pero como figuras ya dominadas por el espíritu, como etapas de un camino ya trillado y allanado."

Esta idea encuentra una notable vigencia en el Romanticismo, como podemos testimoniar también a través d el Fausto (Parte I, De noche):

Fausto

"Los tiempos del pasado, amigo mío,

son un libro de siete sellos. Y eso

que el espíritu de los tiempos llamas,

es nuestro propio espíritu, en el fondo,

en que van reflejándose los tiempos."

La Ley biogenética adquiere en Hegel el rango de principio generador de todo el sistema al identificar permanentemente todo proceso histórico (historia de la humanidad, de la religión, de la filosofía, del arte, etc.) con la historia de la conciencia individual abstracta descrita en la Fenomenología. En efecto, Hegel remite todas las categorías del ser al concepto de espíritu, y todas las categorías del devenir al concepto de dialéctica. Pero tanto el espíritu como la dialéctica hegelianas son conceptos de origen psicológico, con lo cual todos los subsistemas del edificio hegeliano adquirirán el contorno de un organismo viviente. Como corolario, y como confirmación a la interpretación propuesta, nos encontramos con una filosofía con enormes connotaciones vitales por cuanto que el método y la labor especulativa por él desarrollados en torno a cualquier asunto supone, al mismo tiempo, una actividad introspectiva cuyo fin último es el mejor conocimiento de uno mismo, circunstancia que el propio Hegel no se cansaría de resaltar en sus cursos y obras una y otra vez (Prólogo, IV.3 El autor y el público):

"el individuo necesita de este resultado [la verdad que tiene por naturaleza el abrirse paso al llegar su tiempo, es decir, la verdad dialéctica] para afirmarse en lo que todavía no es más que un asunto suyo aislado y para experimentar como algo universal la convicción que por el momento pertenece solamente a lo particular."

Podríamos finalmente considerar la oscura y farragosa maquinaria representativa y argumentativa hegeliana como consecuencia, por un lado, de la imposibilidad de expresar ideas audaces sobre la realidad (política, religión, etc.) de la época sin ser vetado como un transgresor y ser apartado del primer plano del pensamiento filosófico para el cual el sistema hegeliano había nacido, pero también del hecho de que dicho sistema es el producto de la traducción al ya de por sí complicado lenguaje filosófico de la época de un organismo cuyas leyes internas constituyen una abstracción de leyes psicológicas que cuadran de forma violenta con este lenguaje, que le es decididamente extraño e inapropiado.

LA BÚSQUEDA DEL YO COMO TRÁNSITO DE LO REAL A LO FANTÁSTICO

La búsqueda del yo constituye el elemento dramático central del Fausto y el camino cuyo recorrido es necesario para resolver el estado de escisión en el que se encuentra el protagonista desde el principio de la obra; a partir del momento en el que Fausto vende su alma al diablo y hasta que muere poco antes del final del drama, toda la acción consiste en la ilustración del viaje que Fausto realiza de la mano de Mefistófeles a través de lo prohibido y lo imposible en busca de la resolución de su escisión, esto es, en busca de su auténtico yo (Parte I, Bosque y caverna):

Fausto

"Espíritu sublime, tú me has dado

cuanto te supliqué. […]

El mundo entero me has dado por reino,

y fuerzas para verlo y disfrutarlo.

No sólo una visita en frío pasmo

me concedes, sino mirar en su hondo

pecho como en el pecho de un amigo.

Haces que ante mí pasen en desfile

cuanto vive, y me dejas ver hermanos

en la selva callada, el aire, el agua.

Y si en el bosque brama la tormenta,

arrancando de cuajo enormes pinos,

me llevas a una cueva en paz, y allí

me muestras a mí mismo, y se me abren

los secretos prodigios de mi pecho."

Dicho viaje está planteado simbólicamente como un tránsito gradual de un ámbito real a un ámbito fantástico, tránsito que se realiza en dos fases, primero a través de una forma parcialmente simbólica, es decir, introduciendo elementos fantásticos en un escenario real (Mefistófeles) o, más adelante, de forma completamente simbólica, introduciendo al protagonista en un escenario enteramente fantástico (Parte II).

Dicha inmersión en el elemento fantástico, en un mundo cada vez más presidido por imágenes oníricas y más desvinculado de la realidad, en la que la acción se asemeja cada vez más a un sueño (o a una pesadilla), constituye la representación simbólica de un proceso psicológico eminentemente introspectivo en el cual el subconsciente hubiera ido proyectándose al exterior de forma gradual hasta sumir al protagonista en un estado de alucinación o irrealidad cercano a la locura. Esta identificación de lo fantástico con lo onírico y, con ello, con las fuerzas latentes del subconsciente, queda reforzada mediante el empleo recurrente de la imagen del Fausto durmiente que se hace en la Parte II (en el Paraje ameno del Acto I y en el Cuarto gótico, estrecho y de altas bóvedas del Acto II) como expresando la naturaleza irreal (soñada) de toda ella.

Así, el Acto I se abre con una ceremonia de espíritus en torno al cuerpo durmiente de Fausto al cabo de la cual éste ha olvidado los acontecimientos dolorosos de su vida pasada (en concreto, la tragedia de Margarita) para iniciar su andadura por los escenarios fantásticos de esta segunda parte. Este despertar de Fausto no es, pues, un retorno a la realidad, sino un tránsito definitivo del mundo real/exterior/consciente a otro imaginario/interior/subconsciente, en el que la supresión del recuerdo opera como una supresión efectiva del tiempo vivido, es decir, como la inmersión total en un espacio simbólico. De este modo, cuando en la primera escena del Acto II regresemos momentáneamente (y por única vez en la Parte II) al mundo real representado por el cuarto de estudio del doctor Fausto, éste aparecerá de nuevo dormido, como testigo ausente de la acción que tiene lugar a su alrededor (escenas de Mefistófeles con Nicodemus y con el estudiante, ahora bachiller, que le pidiera consejo en la Parte I) y confirmando de un modo magistral desde el punto de vista dramático la irreversibilidad del tránsito del mundo real/temporal al imaginario/mítico operado por el viejo profesor.

EL ACCESO MÁGICO AL LADO OSCURO

Son dos los motivos empleados en el Fausto para caracterizar la búsqueda del yo. Al primero, que es parcialmente simbólico, lo denominaremos Acceso mágico al lado oscuro, mientras que al segundo, que lo hace de forma completamente simbólica, lo designaremos Descenso a los infiernos.

El Acceso mágico al lado oscuro quedaría definido por la permanencia del protagonista en un escenario real en el cual se introduce un elemento fantástico al que a partir de ahora nos referiremos como reactivo simbólico; este reactivo suele consistir en algún objeto mágico o poder sobrenatural que permite al protagonista superar las barreras que le impone la realidad y exteriorizar así aspectos reprimidos de su conciencia. El Acceso mágico al lado oscuro es el asunto principal de la Parte I del Fausto, en la cual el héroe permanece en su entorno cotidiano (salvo alguna excepción, como en la ya citada escena del aquelarre o en la visita a la casa de la bruja) y recibe la asistencia de un reactivo simbólico, que consiste en este caso en el pacto con el diablo y la compañía, a modo de ángel infernal de la guarda, de Mefistófeles. Este pacto pone al servicio de Fausto una serie de poderes sobrenaturales (de los cuales quizá sea la recuperación de la juventud, la posibilidad de vivir de nuevo una vida tenida por malgastada, el motivo más cargado de significación) que le permitirán poner en práctica cualquiera de sus deseos sin preocuparse por las consecuencias que pueda traer su realización.

Esta forma de representación de la búsqueda del yo, que podríamos caracterizar como despliegue de un yo sobrepotenciado sobre la realidad circundante, se distingue fundamentalmente de aquella otra forma representada por el Descenso a los infiernos (que podríamos caracterizar análogamente como repliegue de un yo degradado en los abismos del subconsciente) por el tipo de relación que se establece inicialmente entre el héroe y el escenario en el que éste se desenvuelve, de ventaja en el primer caso y de desventaja en el segundo, pues mientras en el primero el héroe somete al escenario merced al poder de su magia, en el otro se encuentra prisionero de éste.

En la literatura romántica suele darse una cierta correlación entre el desenlace de la búsqueda del yo y el modo a través del cual se representa ésta de forma simbólica. De este modo, mientras que el viajero por el infierno iniciará, a partir de un momento, su ascensión hacia la luz, el dueño del objeto mágico acabará habitualmente siendo esclavo de éste, es decir, el cumplimiento de sus deseos no hará sino acarrearle nuevos y más poderosos deseos que acabarán por desbordarle y provocar su ruina moral definitiva (en la literatura del XIX es habitual, no obstante, la redención final in extremis). Resulta enormemente evocadora, desde este punto de vista, interpretar el descenso al infierno en el que consiste la Parte II como la consecuencia natural del desbordamiento del acceso mágico al lado oscuro que en la Parte I le había arrastrado a provocar involuntariamente la tragedia de Margarita, es decir, como el ingreso efectivo de Fausto en un mundo de demencia y de locura, mundo que, en cualquier caso, no estará exento de lucidez ni impedirá, llegado el momento, la resolución de su escisión.

El acceso mágico al lado oscuro será un tema predilecto en la literatura fantástica del siglo XIX, en un momento en el que no habría sido estéticamente viable una construcción sobre la búsqueda del yo enteramente simbólica por parecer demasiado artificiosa e intelectual; el contraste entre elementos realistas y fantásticos característico de este tema permitía de modo más claro la percepción de una atmósfera moral escindida entre las fuerzas de lo racional y de lo irracional, pudiendo ser ésta la razón de la preferencia generalizada del público decimonónico por la primera parte del Fausto en perjuicio de la segunda, mucho más incomprendida.

Un ejemplo bien conocido de este tipo simbólico lo tenemos en El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde de R. L. Stevenson, obra en la que aparecen varios de los elementos estructurales hasta ahora citados resaltando sobre un escenario realista y contemporáneo. Nos encontramos, en primer lugar, con el reactivo simbólico (consistente en la pócima ideada por el Dr. Jeckyll), el tema del espíritu escindido (a través de la doble identidad del protagonista), el desbordamiento o punto de inflexión en el cual el señor del objeto mágico se hace esclavo de éste (hecho que tiene lugar cuando el Dr. Jeckyll sufre mutaciones de forma incontrolada y necesita tomar un antídoto en dosis cada vez mayores para recuperar su personalidad original), y la redención in extremis (el Dr. Jeckyll muere, pero bajo la apariencia buena).

En otro caso igualmente célebre, bastante tardío, como lo es El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, tenemos también un reactivo simbólico (el retrato, espejo del alma de Dorian y garante de una eterna juventud que le permitirá experimentar el vicio sin soportar sus posibles secuelas físicas) que reflejará simbólicamente algún otro aspecto clave del viaje interior, como lo pueda ser su progresiva degradación moral (cuando el retrato se distorsiona mostrando a cada paso de la acción el rostro moral del protagonista) o su redención in extremis (al morir Dorian, el retrato vuelve a la belleza de su juventud).