Madrid
Luis Enrique Otero Carvajal Profesor Titular de Historia Contempor�nea. Universidad
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Autores:
Angel Bahamonde Magro.
Catedr�tico de Historia Contempor�nea. UCM.
Luis Enrique Otero Carvajal.
Profesor Titular de Historia Contempor�nea UCM.
Publicado en: FUSI, J. P. (dir.): Espa�a. Autonom�as. Madrid, Espasa Calpe, 1989. ISBN: 84-239-6274-1 (tomo V)
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Los primeros restos humanos: del Pleistoceno a la ocupaci�n musulmana.
Madrid territorio fronterizo: Mayrit ribat musulm�n.
Madrid territorio castellano: la campa�a de Alfonso VI.
El conflicto con Segovia por el Real de Manzanares.
La presencia de las �rdenes militares.
Madrid en tiempos de los Reyes Cat�licos.
Madrid capital del Imperio:las relaciones entre la ciudad y su territorio.
La macrocefalia de Madrid capital en el conjunto provincial.
La dualidad econ�mica y social de Madrid. Economia y sociedad de la capital y de la ciudad.
Madrid, capital del capital espa�ol.
La economia de la ciudad. El mundo de los oficios y del comercio.
El horizonte de las clases medias.
Las capas populares. El lento trancurrir hacia la clase obrera.
Las consecuencias del proceso desamortizador en la provincia.
Madrid, polo de atracci�n de la intelectualidad espa�ola.
Madrid durante el primer tercio del siglo XX.
La crisis de la sociedad tradicional. El primer despegue industrial.
El comportamiento pol�tico madrile�o. Republicanos y socialistas a la conquista de la hegemonia.
De la posguerra al Plan de estabilizaci�n, 1939-1959.
La creaci�n del �rea metropolitana . La suburbanizaci�n de la provincia, 1960-1975.
De la prosperidad a la crisis. La evoluci�n econ�mica, 1960-1975.
Transformaciones sociales y contestaci�n a la dictadura de Franco.
En 1833 Javier de Burgos pon�a en marcha la reforma administrativa que iba dar lugar a la divisi�n provincial vigente hasta nuestros d�as. Con ella nac�a una nueva organizaci�n administrativa del Estado, acorde con los postulados del r�gimen liberal. La nueva divisi�n provincial pretend�a acabar con la compleja y disfuncional estructuraci�n procedente del Antiguo R�gimen, en la que la multiplicidad jurisdiccional constitu�a un serio obst�culo para la reorganizaci�n estatal, imprescindible para la configuraci�n del Estado liberal. Superados los intentos fallidos del proyecto ilustrado, la revoluci�n jur�dico-administrativa desarrollada entre 1834 y 1837 sent� las bases para la articulaci�n del nuevo Estado liberal. Con ella naci� la actual provincia de Madrid, cuyos l�mites conforman la Comunidad Aut�noma de Madrid como una regi�n m�s dentro del Estado de las Autonom�as sancionado por la Constituci�n de 1978.
Hasta entonces lo que hoy conocemos como provincia de Madrid no era sino un conglomerado de territorios sometidos a diversas jurisdicciones, en las que las provincias de Guadalajara, Segovia y Toledo se introduc�an en sus actuales l�mites. As� de Guadalajara depend�an los partidos de Colmenar Viejo y Buitrago y el se�or�o del Real de Manzanares; Segovia extend�a su jurisdicci�n en el norte y oeste de la provincia, y de Toledo depend�an los partidos de Alcal� y Chinch�n ocupando todo el Este provincial. Por el contrario, a la Intendencia de Madrid pertenec�an los partidos de Casarrubios en Toledo y Zorita en la Alcarria manchega, hoy en la provincia de Guadalajara. Se trataba, pues, de un territorio administrativamente desarticulado, en el que las jurisdicciones se�oriales de extensos territorios como el Real de Manzanares, Buitrago o el propio partido de Alcal�, determinaban su adscripci�n a una u otra provincia en funci�n del lugar de residencia original de las Casas nobiliarias de las que depend�an, as� los duques del Infantado en Guadalajara y el obispado de Alcal� en Toledo. Esta discontinua organizaci�n administrativa hund�a sus ra�ces en la Baja Edad Media, fruto de la forma en que se desarroll� el proceso de Reconquista y repoblaci�n de la tierra fronteriza de Madrid. Sin embargo, ya a la altura del siglo XVIII la subordinaci�n econ�mica de los l�mites de la actual provincia de Madrid es una realidad, en consonancia con la capitalidad instaurada por Felipe II en 1561, hecho �ste que va a actuar como el elemento definitorio por excelencia del devenir hist�rico de nuestra regi�n. Existen a finales del siglo XVIII dos realidades contrapuestas y contradictorias. De una parte, la desarticulaci�n administrativa de la antigua provincia de Madrid, con un territorio discontinuo y segregado espacial y econ�micamente. De otra parte, con la subordinaci�n econ�mica de un amplio hinterland respecto de la capital, que excede incluso los actuales l�mites geogr�ficos de la provincia de Madrid. Esta realidad contradictoria tratara de ser salvada por el proyecto ilustrado, mediante una reorganizaci�n administrativa del Estado, tales intentos chocaron con la estructura jurisdiccional y administrativa del Antiguo R�gimen por lo que fueron condenados al fracaso. S�lo la nueva articulaci�n del Estado fruto de la revoluci�n jur�dico-administrativa que trajo consigo la instauraci�n del r�gimen liberal, resolver� esta situaci�n a trav�s de una nueva delimitaci�n de la provincia de Madrid.
La actual Comunidad Aut�noma de Madrid no encuentra, pues, su justificaci�n en unas se�as de identidad diferenciales que se remontan a tiempos remotos. Un hecho pol�tico, la capitalidad establecida por Felipe II en 1561, es el elemento espec�fico que se sit�a como origen de la actual Comunidad de Madrid. Sin embargo, la capitalidad no se tradujo en la creaci�n de una regi�n propia. Su posici�n central entre las dos Mesetas hac�a de la misma un polo de atracci�n, a pesar de lo cual no se constituy� en cabecera de una regi�n. Castilla-La Vieja mantendr� su personalidad en torno a las viejas ciudades medievales en franco per�odo de decadencia, y Castilla La Nueva girar� alrededor del potente Arzobispado de Toledo.
El crecimiento demogr�fico de la capital fundamentado en un secular aporte migratorio impide hablar de unas se�as culturales espec�ficas antes del siglo XIX. La divisi�n provincial de Javier de Burgos significa, por tanto, para Madrid la primera articulaci�n territorial de un espacio al que ya hab�a subordinado econ�micamente con anterioridad. No obstante, esto no es suficiente para hablar todav�a de una regi�n propia. Tendr� que transcurrir todav�a siglo y medio para que la provincia madrile�a se transforme en una regi�n metropolitana, claramente diferenciada de su entorno geogr�fico m�s pr�ximo: las dos Castillas. Como su nombre indica ser� el hecho urbano el rasgo definitorio por excelencia de la nueva regi�n madrile�a; hecho urbano que no es comprensible sin la capitalidad, pero que no es plenamente realizado hasta la segunda mitad del siglo XX, cuando los l�mites de la ciudad son desbordados en una amplia �rea metropolitana que conforma de manera definitiva la realidad provincial madrile�a.
Existe, por tanto, un antes y un despu�s marcados por el fen�meno de la capitalidad. A este respecto la primera mitad del siglo XVII act�a de bisectriz entre dos etapas claramente diferenciadas de la historia de la actual regi�n madrile�a. Es la frontera entre una villa de reducido tama�o y limitadas funciones socioecon�micas, que mantiene unas relaciones equilibradas con su alfoz, y lo que va a ser la capital de un imperio transoce�nico, lugar de residencia de la Corte y centro de decisiones pol�ticas, funci�n esta �ltima que impregnar� su futuro hist�rico y que har� cambiar radicalmente las relaciones con su territorio.
A lo largo de la Edad Media la din�mica interna de la villa y de su alfoz no hac�an sospechar su posterior desarrollo. Si no hubiera sido por una decisi�n pol�tica, Madrid nunca habr�a sobrepasado las dimensiones de un conjunto territorial secundario en la jerarqu�a de la red urbana castellana. De todas formas, antes de que Felipe II se plantear� fijar la capital en un n�cleo central y equidistante de todos los puntos de la Pen�nsula, Madrid ya hab�a adquirido una creciente relevancia pol�tica conforme los monarcas itinerantes de la Reconquista adquirieron h�bitos cada vez m�s sedentarios y repararon en las ventajas geogr�ficas, clim�ticas y -es algo m�s que una an�cdota- cineg�ticas que ofrec�a lo que antes hab�a sido ciudad-frontera y su territorio.
En esa Edad Media cabe distinguir dos grandes per�odos separados por el siglo XII. Con ello no nos referimos tanto a la diferencia entre sus ocupantes, musulmanes o cristianos, como a la funcionalidad de la villa y su alfoz. Desde finales del siglo VIII Madrid es ante todo una fortaleza, y responde a las caracter�sticas de todo territorio que hace las veces de frontera. Despu�s del siglo XII, Madrid es una reducida villa castellana, sujeta a una doble tensi�n. De una parte, el territorio madrile�o act�a a modo de l�nea divisoria entre el empuje repoblador de la ciudad de Segovia por el norte, y la pujanza del Arzobispado de Toledo, cabecera religiosa de Castilla y, por ende, de un inmenso territorio sometido a su jurisdicci�n que llegaba hasta pr�cticamente a las cercan�as de la villa. De otra parte, el fen�meno anterior constri�e y compromete la expansi�n del alfoz madrile�o, reforzando las tendencias de sus pobladores por garantizar su independencia frente al acoso de dos entidades m�s fuertes. En este aspecto, el ser una villa de nuevo cu�o, marcada por su reciente pasado fronterizo, por tanto con una escasa poblaci�n, y la proximidad de una vieja ciudad castellana con m�s tradici�n y atractivos econ�micos, Segovia, y la antigua ciudad imperial de Toledo, cuya primac�a hincaba sus ra�ces varios siglos atr�s, condicionaron su crecimiento y su limitada capacidad repobladora. Madrid, pues, a la altura del siglo XIV era una peque�a ciudad cuyo dominio no se extend�a m�s all� de un reducido alfoz, y que, sin embargo, conseguir� saldar con �xito su tenaz oposici�n al proceso refeudalizador registrado en �poca de los Trast�maras.
LOS PRIMEROS RESTOS HUMANOS: DEL PLEISTOCENO A LA OCUPACION MUSULMANA
Madrid es un producto medieval, posteriormente alterado por la capitalidad, sin que ello suponga desde�ar la presencia humana anterior. Existen poblamientos que se remontan a la noche de los tiempos, cuyos primeros antecedentes se localizan en el Paleol�tico Inferior, de lo que existe constataci�n en los yacimientos ribere�os de las principales cuencas fluviales de la regi�n, las zonas comprendidas a lo largo del r�o Jarama entre Algete y Arganda, el curso medio y bajo del Manzanares, entre San Isidro y su desembocadura, al igual que en el Henares, entre S. Fernando y Mejorada, en los que se han contabilizado m�s de 150 localizaciones con industrias y restos paleontol�gicos del Pleistoceno. El vestigio m�s remoto est� fechado en el per�odo Achelense antiguo, en las cercan�as de Arganda. Existe, pues, una importante presencia humana desde la transici�n del homo-habilis al homo sapiens primitivo, consecuencia de la riqueza de la fauna y flora de la regi�n, con un importante nivel de actividad en las Edades del Bronce y del Hierro. En estos �ltimos asentamientos se han detectado tanto poblados estables como al aire libre, en los que se han encontrado cer�mica de tipo ib�rico de bandas, caracter�sticos de los grupos celtib�ricos del �rea carpetana, que ya en el siglo IV a.c. hab�an entrado en contacto con la civilizaci�n griega como ponen de manifiesto los restos de cer�mica all� localizados.
En la �poca de la romanizaci�n lo que es el actual territorio madrile�o estaba ocupado por los carpetanos. Vencida su resistencia, la organizaci�n que la Roma imperial impuso en las provincias de Hispania, adjudic� este territorio a la provincia Citerior con dos n�cleos principales, Toletum y Complutum. La primera fue asignada al conventus carthaginensis y la segunda al conventus caesaraugustanus. Complutum es el �nico n�cleo de la regi�n mencionado por los ge�grafos romanos del siglo I despu�s de Cristo, en concreto por Plinio que la se�ala como ciudad estipendiar�a del conventus caesaraugustano. De menor importancia que Complutum fueron las localidades de Miaccum, en la orilla izquierda del Manzanares, entre la Casa de Campo y Carabanchel, y Titulcia, seguramente no eran las �nicas, pero s� las de mayor entidad, en consonancia con el sistema viario romano. La regi�n madrile�a estaba surcada por las dos grandes v�as que un�an a Em�rita con Caesar-Augusta y Asturicas con Corduba, en cuya encrucijada se situaba Titulcia. Otros hallazgos de �poca romana se han encontrado en Getafe, Villaverde Bajo y Carabanchel.
En suma, el �nico centro de importancia en �poca romana fue Complutum, que inicia su decadencia durante el Bajo Imperio, de la que no saldr�a hasta la Baja Edad Media. A pesar de que el obispo de Toledo, Asturio, la convirti� en sede episcopal, tras descubrirse el sepulcro de los ni�os m�rtires Justo y Pastor. Durante la �poca visigoda se agudiz� el declive de los asentamientos romanos. El h�bitat disperso en algunas aldeas ha dejado testimonio en las necr�polis y yacimientos de Daganzo de Arriba, Alcal� de Henares, Talamanca, Getafe, Colmenar Viejo, Perales del R�o y en los alrededores de la Casa de Campo en Madrid, seguramente en la continuaci�n del Miaccum romano.
MADRID TERRITORIO FRONTERIZO: MAYRIT RIBAT MUSULMAN
Hemos se�alado en l�neas anteriores que Madrid era un producto medieval. �Qu� supone tal afirmaci�n? Entre los siglos IV y VII despu�s de Cristo resulta palpable la decadencia de la poblaci�n en el territorio madrile�o, hasta la pr�ctica desaparici�n de todo n�cleo que pudiera ser considerado urbano, incluso dentro de las coordenadas de la �poca. Ni tan siquiera Complutum conserv� tal naturaleza, pues a la altura del siglo VII era poco m�s que un despoblado. Esta situaci�n de decadencia no vino motivada por la invasi�n musulmana. Se trata de un lento pero persistente proceso que enra�za con la crisis del Bajo Imperio Romano y que alcanza su cenit al final de la �poca visigoda. Si Toledo conserv� a lo largo de estos siglos su personalidad, incrementada incluso por la radicaci�n en ella de la capitalidad del reino visigodo despu�s de la desaparici�n del reino de Tolosa, confirmada en el IV Concilio de Toledo del 633 cuando Sisenando ocup� el trono despu�s de destronar a Suintila; no sucedi� lo mismo con los n�cleos existentes en el territorio madrile�o. La cuesti�n es que durante el siglo VIII, una vez consolidada la presencia musulmana en la Pen�nsula, la regi�n central se convirti� en una especie de tierra de nadie. Un aut�ntico vac�o demogr�fico que s�lo empez� a cobrar valor, por razones de tipo estrat�gico, conforme se acentu� la presi�n militar de los reinos cristianos del Norte. De esta manera, el territorio madrile�o adquiri� una creciente importancia en funci�n de la defensa de Toledo, hasta llegar a ser la posici�n defensiva m�s avanzada de la comarca septentrional y fronteriza de la Marca media, cuya capital era Toledo.
En este contexto de clara impronta militar, Talamanca se configur� como la fortaleza vigilante del camino que un�a el murall�n defensivo de la Sierra con Toledo. A partir de la segunda mitad del siglo IX una colina situada en la margen izquierda del r�o Manzanares, enlace natural entre la V�a Lata y Toledo, comenz� a adquirir un destacado inter�s estrat�gico, hasta el punto de que, en una indeterminada fecha sujeta al debate historiogr�fico pero que podemos establecer entre el 860 y 880, all� se construy� una fortaleza. La ciudad de Madrid sal�a a la palestra de la Historia bajo la forma de un peque�o n�cleo amurallado, de corte militar, denominado Mayrit. En efecto, Mayrit naci� como un ribat; es decir, una comunidad a la vez religiosa y militar, donde peque�os grupos de musulmanes se preparaban para la yihad, la guerra santa. Cl�sica de las zonas fronterizas, vendr�a a ser la contrapartida musulmana del ideal guerrero-cristiano de los reinos del Norte, sobre el que se forj� la ideolog�a de la Reconquista y que posteriormente cristaliz� en la formaci�n de las �rdenes religiosas y sus establecimientos.
Ese ribat llamado Mayrit pronto se convirti� en el principal enclave musulm�n del territorio, disputando la primac�a a Talamanca, incluso en el siglo X lleg� a contar en algunas ocasiones con gobernador propio. En el emplazamiento que ocupa actualmente el Palacio Real se erigi� en �poca del emir Muhammad I (852-886) una fortaleza con su torre y el recinto amurallado contiguo, ampliado y reformado en el siglo X. Separado por un barranco -hoy en d�a la calle Segovia- se extendi� el arrabal por las cercan�as de la Cava Baja. En el cruce de las calles de Bail�n y Mayor estaba radicada la Mezquita Mayor.
Este contenido militar act�a de elemento definitorio por excelencia. As� el territorio madrile�o se jerarquiza en funci�n de tres n�cleos principales, Mayrit, Talamanca y Qal'-at'-Abd-Al-Salam (Alcal� de Henares), los dos �ltimos de similar estructura a la que hemos apuntado para el caso de Mayrit. Todos ellos est�n situados estrat�gicamente en las tres v�as fluviales m�s importantes de la regi�n que, adem�s, coinciden con las principales v�as de comunicaci�n: Talamanca en el Jarama, Mayrit en el Manzanares y Alcal� en el Henares. Serv�an tanto de instrumentos de defensa como de garant�a para la utilizaci�n de estos caminos. Talamanca era la primera plaza defensiva m�s ac� del Sistema Central. Alcal� era un basti�n fundamental en el trayecto Toledo-Medinaceli y Mayrit se constitu�a en el m�s importante resguardo defensivo de Toledo. Conforme se increment� la presi�n reconquistadora de los cristianos, el enclave militar madrile�o adquiri� una mayor relevancia en todo el sistema defensivo de la Marca Central musulmana. Tengamos en cuenta que si en un primer momento, siglo VIII, fue el camino del Henares el m�s transitado por los musulmanes como salida natural hacia Zaragoza y el que contempl� las primeras correr�as cristianas; a partir del siglo IX, el mayor empuje del reino asturleon�s le posibilita, dada su pujanza repobladora, contar con s�lidas bases de sustentaci�n en la Meseta Norte, hizo de Talamanca la plaza fuerte m�s importante de la zona, tomada circunstancialmente por Ordo�o I en el 861. Los musulmanes comprendieron que el peligro proven�a frontalmente del Norte, a pesar del murall�n natural de la Sierra. Con la incursi�n en el 881 de Alfonso III, que lleg� a las inmediaciones de Toledo, la primac�a defensiva de Mayrit se hizo m�s patente todav�a, desplazando definitivamente a Talamanca, con ello la alcazaba madrile�a se convirti� en el asentamiento humano m�s significativo del territorio.
Acompa�aban a estos tres n�cleos de poblaci�n, varias peque�as fortalezas y asentamientos rurales como Qal'-at-Jalifa (Villaviciosa de Od�n), Rivas de Jarama (Rivas-Vaciamadrid), Sal Galindo, junto al Taju�a, en el actual t�rmino de Chinch�n, la Mara�osa (en San Mart�n de la Vega), Malsobaco (en Paracuellos del Jarama) y Cernera (en Mejorada del Campo). Completaba el entramado humano madrile�o un h�bitat disperso de alquer�as y granjas por todo el territorio, y, finalmente, un conjunto de torres atalaya dispuesto en cuatro hileras, situadas en lugares estrat�gicos con la misi�n de alertar de posibles incursiones cristianas. Una primera hilera estaba situada a lo largo del r�o Jarama, en sitios como el Berrueco, el Vell�n, el Molar y Alcobendas. La segunda trama vigilaba los pasos de la Sierra con Madrid, bordeando la vieja calzada romana, en lugares como Torrelodones, Hoyo del Manzanares... La tercera hilera situada a lo largo del cauce del Manzanares cubrir�a el camino de Mayrit a Toledo, con torres en Torrej�n de la Calzada, Torrej�n de Velasco, Cubas y Valdemoro. Por fin, el cuarto tramo emplazado en el oeste y Suroeste de la actual provincia, surcaba la ruta pr�xima del r�o Guadarrama, con Alam�n y Almenares entre otros. As� qued� estructurado el territorio madrile�o durante los siglos IX y X, cada vez m�s sujeto a la presi�n leonesa cuyas avanzadillas asolaban con frecuencia la regi�n. Ramiro II en el 939 tom� la alcazaba madrile�a, abandon�ndola de forma inmediata; igual suerte corri� Mayrit en 1047, cuando fue tomada por Fernando I. Estas incursiones aventuraban la definitiva ca�da de Madrid en manos cristianas.
MADRID TERRITORIO CASTELLANO: LA CAMPA�A DE ALFONSO VI
La descomposici�n del califato de C�rdoba, desaparecido en 1031, y su sustituci�n por los fragmentados reinos de taifas, con la secuela de disputas y de tensiones internas en la Espa�a musulmana, coincidente con el mayor vigor del reino Castellano-leon�s, trajo consigo un significativo cambio en la correlaci�n de fuerzas, que facilit� la expansi�n cristiana hacia el Sur del Sistema Central. A este respecto, la situaci�n interna de Toledo en los decenios centrales del siglo XI resume a la perfecci�n el grado de conflictividad y las m�ltiples contradicciones de los reinos llamados de Taifas. Dentro de Toledo exist�an dos bander�as pol�ticas enfrentadas, una encabezada por Alcadir, gobernador de la plaza, la otra en connivencia con el rey de Badajoz, Motaw�kkil, que termin� por expulsar a Alcadir en 1080, quien se puso en contacto con Alfonso VI, que en 1079 ya hab�a iniciado su campa�a contra el reino de Toledo. A cambio de que el rey castellano le cediera el reino de Valencia, Alcadir le ayudar�a a conquistar Toledo, lo que finalmente sucedi� en 1085.
Si el papel de Mayrit en el sistema defensivo de la Marca Central hab�a consistido en ser el basti�n de la defensa de Toledo, en la campa�a iniciada por Alfonso VI en 1079 se invierten los t�rminos: Mayrit se convirti� en el objetivo deseado, para su ulterior utilizaci�n como arriete ofensivo en la conquista de Toledo. En 1083 ca�a definitivamente en poder del reino castellano-leon�s.
Al menos durante un siglo el territorio madrile�o continu� siendo tierra de frontera, en este caso baluarte en la penetraci�n castellana hacia el Sur, sufriendo varias razzias, sobre todo en �poca almor�vide. A la altura del 1110 parte de las murallas de Magerit fueron destruidas. En aquella �poca, Alcal� permanec�a en poder de los musulmanes. En gran medida, estas correr�as significaban el canto de cisne del peligro musulm�n para el conjunto del territorio. En este aspecto, fue fundamental la conquista de Alcal� de Henares en 1118 por el Arzobispo de Toledo, Don Bernardo, que incorpor� la ciudad al se�or�o de la mitra toledana, situaci�n que se mantendr� durante siglos hasta la creaci�n de la actual provincia de Madrid en 1833. Por fin, la conquista del castillo de Oreja en 1139 trajo como consecuencia la definitiva retirada del dominio musulm�n.
A partir del estudio realizado por Julio Gonz�lez podemos establecer una secuencia cronol�gica bastante precisa de la repoblaci�n castellana en todo el conjunto provincial. Se perfila como un dilatado proceso en el tiempo, que abarc� desde finales del siglo XI al XV. Entre 1079 y 1118 la ocupaci�n castellana se concentr� alrededor de los tres n�cleos fortificados, recientemente conquistados al reino musulm�n de Toledo: Magerit, Buitrago y Talamanca. Se trata, pues, de una estrategia que aprovecha la existencia anterior de n�cleos poblacionales que act�an como instrumentos de difusi�n. Es en esta etapa cuando el �rea de influencia de Magerit, su alfoz, queda configurado. Hasta el primer tercio del siglo XIII el af�n repoblador se circunscribe de manera primordial a dos �reas, en el este provincial, Alcal� de Henares y su entorno, en una amplia franja del territorio comprendida entre los r�os Henares y Tajo, con especial intensidad al sur de Alcal� hasta el r�o Taju�a. En el Oeste el proceso abarca desde el r�o Guadarrama hasta los confines de la actual provincia, en San Mart�n de Valdeiglesias. Hasta aqu� la repoblaci�n del territorio ha estado determinada por la l�gica de la reconquista, por tanto, se ha limitado a las poblaciones-fortaleza y sus lindes m�s pr�ximas.
S�lo con la conquista de Alcal� en 1118 por el arzobispo de Toledo el af�n repoblador pudo extenderse, eliminada la cortapisa de la amenaza militar. De esta manera, desde mediados del siglo XIII, una vez afianzada la poblaci�n castellana en las �reas de influencia de los n�cleos-fortaleza (Magerit, Talamanca, Buitrago y Alcal�) se registra la colmataci�n repobladora del territorio madrile�o, que afecta al noroeste, al norte y sur provincial. Esta acci�n repobladora tendr� otras caracter�sticas, no es ya el enfrentamiento con el musulm�n el que lo determina, sino la pugna entre las distintas villas castellanas, Magerit y Segovia fundamentalmente, y los enfrentamientos entre ciudades y se�ores feudales, sobre todo en �poca de los Trast�maras, por el dominio de los territorios y lugares en disputa.
En 1118 se otorg� el Fuero de Toledo a cuatro localidades situadas en el territorio madrile�o: Magerit, Alamin, Calatalifa y Talamanca. La debilidad de los concejos har� que s�lo Magerit conserve su personalidad jur�dica. De hecho en el reinado de Alfonso VIII, a comienzos del siglo XIII, fue redactado y otorgado el Fuero viejo a Madrid, que se mantendr� en vigor hasta la promulgaci�n del Fuero Real por Alfonso X en 1262, siendo ratificado con posterioridad por Alfonso XI en 1339. Por el contrario, tanto Alamin como Calatalifa y Talamanca no tardaron en ver diluida su personalidad jur�dica. Alamin acab� bajo la jurisdicci�n del se�or�o de los Luna, incluidas sus aldeas como Villa del Prado. Calatalifa termin� por sucumbir al empuje repoblador de Segovia, y, finalmente, Talamanca fue a caer bajo la jurisdicci�n del Arzobispado de Toledo, cuya expansi�n por el Noreste le llevar�a a someter bajo su dominio a todo el Este de la actual provincia de Madrid. As� pues, durante la Baja Edad Media s�lo Madrid consigui� mantener una personalidad jur�dica propia, articulada en primer lugar en torno al Fuero viejo y posteriormente al Fuero Real, constituy�ndose en el n�cleo b�sico de la organizaci�n del territorio denominado Tierra de Madrid.
EL CONFLICTO CON SEGOVIA POR EL REAL DE MANZANARES
Segovia, una vez desplazada Sep�lveda como principal n�cleo urbano situado al norte de la Sierra madrile�a, mostrar� una fuerte pujanza repobladora hacia el Sur, en la b�squeda de amplios espacios que le garanticen la expansi�n de su ganader�a trashumante. Aprovechar� los cauces de los r�os para penetrar en profundidad en el territorio de la actual provincia de Madrid. Por el Norte, los r�os Lozoya y Manzanares, llevaron a sus pobladores hasta los confines del alfoz de Buitrago, y hasta el monte de El Pardo respectivamente. Por el Oeste, la cuenca fluvial del Guadarrama hasta Olmos y Batres. Dos fueron los protagonistas de la expansi�n segoviana: el concejo y la Iglesia. A Sep�lveda le arrebat� el Sexmo del Lozoya, es decir, el valle alto del r�o. La decadencia de Sep�lveda es patente en esta �poca, siglos XII-XIV, pues, adem�s, pierde la Tierra de Buitrago que termina por emanciparse, mientras cede la parte oriental a Ayll�n. Sin embargo, la expansi�n de Segovia por el noroeste y oeste de la actual provincia de Madrid no dej� de plantear problemas con Madrid y Toledo respectivamente. En efecto, en el noroeste los segovianos chocaron con los habitantes de Madrid, que constre�idos en su expansi�n por el Sur y Este debido a la pujanza de Toledo, pugnaron con Segovia por el control de las tierras situadas al Norte de su demarcaci�n, dando lugar a un continuado pleitear que en ocasiones alcanz� el enfrentamiento directo entre pobladores de uno y otro lugar. Es el conflicto por el control del Real de Manzanares, poblado por los segovianos desde 1247, cuya legalidad cuestion� el concejo madrile�o en funci�n del privilegio otorgado en 1176 por Alfonso VIII, por el que se le concede el derecho repoblador hacia el norte hasta: "... singullatim a Portu del Berroco, qui dividit terminus Abula et Segovie, usque ad portum de Lozzoya cum omnibus intermediis montibus, et serris et vallibus". El conflicto que encuentra sus antecedentes en el siglo XIII se prolongar� hasta finales del siglo XIV, cuando Juan I ceda el se�or�o jurisdiccional del Real de Manzanares a la Casa de los Mendoza, el 14 de octubre de 1383 en la persona de Pedro Gonz�lez de Mendoza.
Madrid como villa fronteriza ten�a el estatus de concejo repoblador; ya en tiempos de Alfonso VII, en 1150, es definido como "comunidad de villa y tierra", cuya expansi�n quedaba delimitada en direcci�n a la Sierra. De una parte, se encuentra el territorio m�s cercano a la villa, su alfoz m�s inmediato sobre el que ejerce un dominio jurisdiccional pleno; de otra, sobre una extensi�n m�s o menos amplia, de l�mites imprecisos, Madrid disfrutar� de ciertos derechos pero no de la jurisdicci�n plena, es la Tierra de Madrid, cuya proyecci�n hacia el norte provincial no se ve obstaculizada en principio, debido a la ausencia de un n�cleo de poblaci�n de cierta consideraci�n, salvo Buitrago situado en el NE. Los problemas comenzaron, pues, cuando los segovianos poblaron el Real de Manzanares en 1247. Antes hab�an surgido algunos roces aislados entre pobladores de una y otra ciudad, a la hora de aprovechar los pastos y montes circundantes. La agudizaci�n del conflicto vino determinada, por tanto, por el emplazamiento de un n�cleo de poblaci�n estable, a partir del cual los segovianos reivindicaban la jurisdicci�n sobre el amplio territorio del Real de Manzanares, que abarcaba todo el noroeste de la actual provincia madrile�a. Era un conflicto entre dos ciudades castellanas que se disputaban, por razones de �ndole econ�mica, un territorio rico en aguas, pastos y montes cuya jurisdicci�n estaba en manos de la Corona, siendo susceptible de caer bajo el dominio de una u otra ciudad en funci�n de una pol�tica de hechos consumados, o bien mediante su compra o cesi�n a alguna de las dos partes en litigio, de ah� la persistencia del conflicto hasta la cesi�n de la jurisdicci�n a la Casa de los Mendoza. En esta disputa se enfrentaban un municipio ganadero con una gran capacidad repobladora, Segovia, y un municipio agr�cola y urbano, de menor pujanza repobladora, Madrid. El primero ve�a en las tierras en disputa, los pastos necesarios para la expansi�n de su caba�a trashumante; el segundo, la le�a y la caza para cubrir sus necesidades y garantizar su crecimiento urbano. Si Madrid esgrim�a sus derechos en raz�n de los privilegios otorgados por Alfonso VII en 1150, y Alfonso VIII en 1176; Segovia lo hacia sobre la base de tres documentos otorgados en 1208 por el propio Alfonso VIII, conocidos como Alcalde Minaya, el de la bolsilla y el pecuario, y, sobre todo, por la v�a de los hechos consumados, poblando el norte de la actual provincia de Madrid. A partir de este momento los pleitos se suceden; en 1248-49 Fernando III establece que los madrile�os conserven de exclusivo derecho el Real de Guadarrama, que seg�n Tormo comprend�a los cursos medios de los r�os Guadarrama y Manzanares, mientras que sobre el Real de Manzanares tanto Segovia como Madrid gozar�an de derechos de usufructo pero no de poblar, a pesar de lo cual Segovia continuo con su pol�tica repobladora, dando lugar a algunos enfrentamientos directos entre vecinos de uno y otro lugar, con la consiguiente destrucci�n por los madrile�os de algunas de las incipientes construcciones. En 1275 Alfonso X deslinda de manera definitiva los t�rminos del Real de Manzanares y la Tierra de Madrid, estableciendo que sobre el primero tanto Segovia como Madrid disfrutaran de los derechos de explotaci�n econ�mica. Segovia sigui� repoblando, por lo que las tensiones se mantuvieron entre la Segovia ganadera y el Madrid agr�cola. De nuevo en 1345 el conflicto llega a la Corona, cuando el Concejo de la Mesta, creado en 1273, expone ante Alfonso XI que los vecinos de Madrid han cerrado varias ca�adas impidiendo el libre paso del ganado, el rey falla a favor de Madrid y lo mismo vuelve a ocurrir en 1357 y 1378.
Con la subida al trono de los Trast�maras, y el consiguiente proceso refeudalizador mediante el que Enrique de Trast�mara y sus sucesores pagaron los servicios de sus fieles en la guerra contra el rey Pedro I, la soluci�n al conflicto secular por el Real de Manzanares no tardar�a en llegar, a trav�s de la concesi�n por Juan I en 1383 de su jurisdicci�n a su mayordomo Pedro Gonz�lez de Mendoza, quien en 1385 instituye un mayorazgo que cede a su hijo Diego de Mendoza, almirante de Castilla. El 2 de agosto de 1445, Juan II crea los t�tulos de marqu�s de Santillana y conde del Real de Manzanares, otorg�ndolos a I�igo L�pez de Mendoza.
LA PRESENCIA DE LAS �RDENES MILITARES EN EL TERRITORIO MADRILE�O
Hasta aqu� el conflicto entre los concejos de Madrid y Segovia, cuesti�n que no agota ni mucho menos el marco explicativo de la configuraci�n territorial de la provincia de Madrid en la Edad Media. La casu�stica es m�s compleja, y comprende otros elementos a tener en cuenta, en el que se entremezclan tensiones entre concejos; conflictos entre concejos y el poderoso Arzobispado de Toledo; la pugna entre �ste �ltimo y las Ordenes Militares, y, por �ltimo, los avances del se�or�o jurisdiccional desde la �poca de los Trast�maras. La confrontaci�n entre el Arzobispado de Toledo y Segovia tom� cuerpo en los lugares de contacto entre ambas �reas de influencia, alcanzando su m�ximo exponente en el Sexmo de Taju�a, bajo control segoviano entre 1190 y 1214, como una continuaci�n natural del Sexmo de Valdemoro, tambi�n dominado por Segovia, al igual que el Sexmo de Casarrubios, hoy en d�a a caballo entre las provincias de Madrid y Toledo.
Con la creaci�n de las �rdenes militares, y en concreto la de Santiago en 1170, pronto su presencia se hizo efectiva en el territorio madrile�o. A partir de sus bases de sustentaci�n en La Mancha y la Alcarria organiz� su expansi�n al norte del r�o Tajo, proyect�ndose a lo largo del territorio comprendido entre este r�o y la cuenca del Taju�a, en un proceso iniciado en 1177, a�o de la concesi�n por parte de Alfonso VIII, que dio lugar a enfrentamientos en la zona con Segovia y el Arzobispado de Toledo. El resultado fue la creaci�n de varias encomiendas: Aranjuez, Oreja, Encomienda Mayor de Castilla, con Valderacete, Villarejo de Salvanes y Fuentidue�a, y la de Estremera, vertebradas por el r�o Tajo, y cuya extensi�n ocupaba todo el sureste provincial. Por �ltimo, la expansi�n de la mitra arzobispal de Toledo se extend�a a lo largo y ancho del este provincial, principalmente en la cuenca del Henares y en el curso medio del Jarama. El n�cleo urbano m�s importante de este conjunto territorial era Alcal� de Henares, hasta tal punto que el arzobispo de Toledo D. Raimundo en torno a 1135 le otorg� fuero propio, posteriormente ampliado por los prelados de Toledo y se�ores de Alcal�, D. Juan, D. Celebruno, D. Gonzalo, D. Mart�n y D. Rodrigo Xim�nez de Rada, la �ltima confirmaci�n esta fechada el 11 de marzo de 1407 por el arzobispo D. Pedro de Luna. Al fuero de Alcal� se acog�an los siguientes lugares: Aldea del Campo (Campo Real), Ajalvir, Ambite, Anchuelo, Arganda, Camarina de Esternelas (Camarma de Esteruelas), Caraba�a, Corpo (Corpa), Daganzo de Abajo, Loeches, Los Hueros, Olmeda, Orusco, Pezuela, Perales de Taju�a, Pozuelo de las Torres (Pozuelo del Rey), Querencia, Santorcaz, Santos de la Humosa, Tielmes, Torrej�n de Ardoz, Valdemora, Valdilecha, Valdetorres, Valmores, Valtierra, Valverde, Vilches, Villar del Olmo y Villalvilla, lo que da una idea de la enorme extensi�n del se�or�o arzobispal dentro de los actuales l�mites provinciales, hasta 1833.
LOS AVANCES DEL FEUDALISMO EN EL TERRITORIO MADRILE�O
A la altura de 1369, momento de la entronizaci�n de la dinast�a Trast�mara, el territorio madrile�o estaba fraccionado en cuatro grandes jurisdicciones: Madrid, Segovia, Toledo y la Orden de Santiago, junto a una reducida presencia de Sep�lveda, en el borde noreste, y de Avila en Tierras de Bonilla (Pelayos de las Torres) y de Navamorcuende (Valdequemada). Sobre este contexto se opera el nuevo empuje feudalizante puesto en marcha desde finales del siglo XIV por los Trast�maras. Ser�a prolijo caer en una enumeraci�n exhaustiva de la casu�stica del proceso; baste se�alar, a modo de ejemplo, los casos m�s significativos. En l�neas anteriores nos referimos a la cuesti�n del Real de Manzanares. En efecto, la cesi�n que el rey Juan I efectu� el 14 de octubre de 1383 en la persona de su mayordomo Pedro Gonz�lez de Mendoza, ya se�or de Hita y de Buitrago desde 1366, del se�or�o jurisdiccional en aquella zona, marca una estrategia paradigm�tica de la consolidaci�n nobiliaria en la Baja Edad Media, que actuar� de instrumento reproductor del poder econ�mico y social de la nobleza hasta el siglo XIX. En esta evoluci�n la institucionalizaci�n del mayorazgo, en 1505, desempe�� un papel de primer orden. En el caso que nos ocupa la cesi�n del se�or�o jurisdiccional en 1383 desemboc� en la formaci�n de un amplio patrimonio territorial, bajo la forma de propiedad amayorazgada, a partir de 1385. Los Mendoza sacaron provecho tanto de su proximidad a la figura del monarca como de la calidad de realengo de aquella zona, en la que cualquier poblamiento llevado a cabo desde el siglo XII era considerado ilegal; de ah�, la ausencia de resistencias a esa ampliaci�n patrimonial. La ascensi�n de la familia Mendoza culmin� en agosto de 1442 cuando Juan II cre� los t�tulos de marqu�s de Santillana y conde el Real de Manzanares, concedidos a I�igo L�pez de Mendoza.
Otro caso destacable es el de la familia Luna en Fuentidue�a del Tajo. Don Alvaro de Luna, condestable de Castilla durante el reinado de Juan II desempe�� un papel de primer orden en las disputas que aquellos a�os atravesaron Castilla, hasta el punto que cuando fueron despojados de sus bienes los Infantes, como recompensa a la campa�a que dirigi� en Extremadura contra los rebeldes a Juan II fue nombrado Maestre de la Orden de Santiago. Ocasi�n que aprovech� para fundar un mayorazgo en Fuentidue�a de Tajo, por entonces perteneciente a la Encomienda Mayor de Castilla de la susodicha Orden Militar, que dej� a su hijo Pedro de Luna. Felipe III en reconocimiento de los servicios prestados por los Luna a la corona cre� el condado de Fuentidue�a en la persona de Alvaro de Luna y Sarmiento, s�ptimo se�or de la villa, condado que posteriormente fue a parar a manos de los Portocarrero, los condes de Montijo y, finalmente, a la Casa de Alba ya en el siglo XIX. El proceso seguido por los Luna en Fuentidue�a es interesante, a trav�s de �l podemos observar como se constituy� una propiedad nobiliaria sobre las tierras de las Ordenes Militares, merced al cargo de Maestre de la Orden de Santiago que ostent� Alvaro de Luna, una vez instituido el mayorazgo �ste se mantiene en vigor a pesar de que con la disoluci�n de las Ordenes Militares en tiempos de los Reyes Cat�licos pasan sus propiedades a manos de la Corona. Posteriormente el mayorazgo sirve de base para la concesi�n del t�tulo de condes de Fuentidue�a. En el se�or�o de los Luna tambi�n cay� Alamin, con sus aldeas: Villa del Prado, Aldea del Fresno, Villamanta, etc. en el extremo suroccidental de la provincia actual, que aprovechar�a D. Alvaro de Luna para hacerse con el se�or�o de San Mart�n de Valdeiglesias. En esta ocasi�n una peque�a villa, que hab�a adoptado el Fuero de Toledo de 1118, cae bajo el dominio se�orial incapaz de resistir la presi�n feudalizadora de los Luna, cuyo papel preponderante durante el reinado de Juan II hacia pr�cticamente in�til toda resistencia. Distinta trayectoria tuvo San Mart�n de Valdeiglesias. Hacia 1148 en la zona viv�an algunos monjes repartidos entre las diversas ermitas del contorno, el rey Alfonso VII concedi� al abad Guillermo, de la regla benedictina, la posesi�n del valle a�n despoblado. A�os despu�s, el 1 de septiembre 1177, se hicieron cargo del monasterio los monjes cistercienses, en 1180 los monjes dispersos por el valle bajaron al monasterio, otorgando Alfonso VIII carta puebla del valle. Las exenciones tributarias y el cultivo de la vid atrajeron a numerosos colonos, muchos de ellos "forajidos y gentes maleantes" (sic), que entraron en disputa con el monasterio. Con el fin de someter a los pobladores el abad de la Espina, con la aprobaci�n de Roma, cedi� el se�or�o temporal a D. Alvaro de Luna, maestre de Santiago, por 30.000 maravedises de juro perpetuo sobre las villas de San Pedro y Covaleda. Los habitantes no reconocieron el dominio del condestable, pero su resistencia fue finalmente vencida, ya que en 1522 Carlos V confirm� el censo de 20.000 maravedises que el duque del Infantado deb�a pagar al monasterio "por el servicio y montazgo que le fue traspasado as� como por todos los derechos sobre la villa". El traspaso del se�or�o a la casa de los Mendoza fue fruto de la ca�da en desgracia de don Alvaro de Luna, siendo ajusticiado en Valladolid el 2 de junio de 1453.
Consecuencia de la debilidad de la dinast�a Trast�mara y a los permanentes enfrentamientos entre distintas bander�as encabezadas por la nobleza, las concesiones de se�or�os fueron numerosas en el territorio madrile�o, adem�s de los ejemplos rese�ados datan de la misma �poca los extensos dominios del conde de Pu�onrrostro, cuyos antecedentes se remontan en la zona a 1332, cuando Alfonso XI cedi� Torrej�n de Velasco a Sebasti�n Domingo, y que abarcaban en el siglo XVI las localidades de Casarrubuelos, Cubas, Gri��n, Batres, parte de Moraleja de Enmedio, El Alamo y Villamanta. En 1480 Isabel de Castilla segreg� el Sexmo de Valdemoro de Segovia, cediendo el se�or�o a Andr�s Cabrera; el 1 de mayo de 1520 fue creado el t�tulo de conde de Chinch�n por Carlos V, en la persona de Fernando de Cabrera.
LA RESISTENCIA ANTIFEUDAL DE MADRID
Si bien Madrid fue la �nica localidad que conserv� su personalidad jur�dica propia (Alcal� y Talamanca hab�an ca�do bajo el dominio del gran se�or�o prelaticio del Arzobispo de Toledo, Buitrago lo hab�a hecho bajo los Mendoza, Alam�n bajo los Luna, y Calatalifa bajo empuje repoblador de Segovia), no estuvo exenta de las presiones nobiliarias por someterla a su dominio o, cuando menos, segregar partes sustantivas de su territorio. En efecto, en 1202 Alfonso VIII otorg� el Fuero viejo a Madrid, anteriormente se hab�a regido por el Fuero de Toledo aprobado en 1118. A lo largo del siglo XIII Madrid consolid� su posici�n como concejo castellano, afianzando su car�cter de "comunidad de villa y tierra" otorgado en tiempos de Alfonso VII en 1150. La participaci�n de huestes del concejo de Madrid en la batalla de las Navas de Tolosa en 1212, acompa�ando al rey Alfonso VIII nos hablan de la consolidaci�n de su concejo. As� en 1262 es promulgado por Alfonso X el Fuero Real que ratifica el car�cter de realengo de la villa. La celebraci�n de las primeras Cortes en Madrid, durante el reinado de Fernando IV en 1309 ponen de manifiesto el estatus alcanzado en la organizaci�n concecil del reino de Castilla, hecho que se repetir�a en otras tres ocasiones durante el reinado de Alfonso XI, en 1329, 1339 y 1341. El propio Alfonso XI en 1339 ratificar�a el Fuero Real promulgado en 1262, desarroll�ndolo a lo largo de 109 cap�tulos. De esta manera tiene lugar la constituci�n de un aut�ntico concejo, organizado administrativamente en diez collaciones (Santa Mar�a, San Andr�s, San Pedro, San Justo, San Salvador, San Miguel, Santiago, San Juan, San Nicol�s y San Miguel de la Sagra), con doce regidores elegidos por la villa y confirmados por el rey, es desde esta fecha cuando Madrid es un concejo cerrado, que reflejan la importancia alcanzada por la villa.
En esta �poca la presi�n nobiliar sobre Madrid ya se ha hecho sentir, pues en 1332 Alfonso XI devuelve Pinto a la ciudad anulando la anterior concesi�n a Mart�n Ferrandez; algunos a�os despu�s, en 1345, Alfonso XI se qued� con la dehesa de Tejada, siendo devuelta a la villa por Enrique de Trast�mara durante la guerra con su hermanastro Pedro I, sin duda con el fin de atraerse a la villa a las filas de la causa Trast�mara. Sin embargo, Madrid tom� partido a favor del rey Pedro I, su asesinato y el ascenso al trono de Enrique de Trast�mara, como Enrique II de Castilla, provoc� una serie de enajenaciones de territorios bajo dominio madrile�o, dentro de la pol�tica de cesiones a la nobleza, conocidas como las mercedes enrique�as, por las que Enrique de Trast�mara pag� los favores a sus partidarios. As� en 1366 concedi� en plena contienda Torrej�n a Pedro Alvarez de Toledo, cesi�n que fue de nuevo confirmada en 1379 fecha de la muerte de Enrique II; mientras Alcobendas, Barajas y Cobe�a eran cedidas a Pedro Gonz�lez de Mendoza en 1369, sin duda como pag� de su traici�n a Pedro I del que hab�a sido su mayordomo mayor, algo similar debi� ocurrir a�os despu�s con la cesi�n del Real del Manzanares ya se�alada. Estas �ltimas donaciones provocaron profunda inquietud entre los madrile�os que ve�an amenazada su pervivencia como ciudad realenga y, sobre todo, porque afectaban a dos zonas vitales para la subsistencia de la villa: la zona de pastos del Jarama y la zona de la sagra dedicada al cereal. En 1374 Madrid compr� Cubas y Gri��n al conde de Pu�onrrostro por una fuerte suma de dinero. La culminaci�n de este proceso de enajenaci�n se�orial de los dominios de Madrid ocurri� en 1383 cuando Juan I concede la propia villa de Madrid con sus rentas a Le�n V de Armenia. La fuerte oposici�n desatada entre los madrile�os oblig� a Juan I el 12 de octubre de 1383 a asegurarles que tal cesi�n del se�or�o s�lo ser�a durante la vida de Le�n V de Armenia. En 1391 las Cortes reunidas en Madrid bajo el reinado de Enrique III, y bajo la presi�n de los madrile�os, una vez muerto Le�n V, consiguieron la revocaci�n del se�or�o, a cambio Enrique III obtuvo las rentas adjudicadas a Le�n V y el sitio de El Pardo como residencia real y coto de caza.
La resistencia madrile�a al proceso feudalizante de los Trast�maras logr� algunos nuevos �xitos entre 1400 y 1405, pues vieron prosperar sus reclamaciones sobre Pinto, Cubas, Gri��n y alg�n otro lugar; sin embargo, fracasaron en Barajas, Alcobendas y Torrej�n. No termin� aqu� el peligro, pues en 1439 Juan II don� Palomero y Pozuela a Pedro de Luxan; mientras en 1447 ofrec�a a Madrid dos ferias francas de quince d�as de duraci�n a cambio de la cesi�n de Cubas y Gri��n, algo que los madrile�os no aceptaron por lo que Juan II anul� las ferias, poniendo de manifiesto la creciente fuerza de la villa en su resistencia a la feudalizaci�n. De hecho en 1470, Enrique IV pensaba enajenar algunos dominios de Madrid, la respuesta del concejo fue tajante, oponi�ndose el 21 de agosto de 1470 el concejo en pleno a cualquier enajenaci�n: "en que en esta dicha villa nin en sus terminos e lugares e jurisdicciones e propios nin parte dellos sea enagenado en ninguna persona que sea por t�tulo de donaci�n nin merced nin satisfaci�n nin mencion nin por otro t�tulo". La resistencia del concejo al proceso refeudalizador de los Trast�maras es, pues, clara y si bien no pudo evitar algunas enajenaciones, como las de Alcobendas, Barajas y Torrej�n, en general logr� salir airoso de la presi�n nobiliaria. Que duda cabe que el car�cter de concejo repoblador y el arraigado sentimiento de los descendientes de aquellos castellanos que participaron en la toma de Mayrit y en las posteriores campa�as de la Reconquista, como la batalla de las Navas de Tolosa, debi� actuar como un fuerte acicate en la defensa de la personalidad jur�dica de la villa, oponiendo una tenaz y exitosa resistencia a verse sometidos a vasallaje de alguien que no fuera el propio rey. De hecho, desde el reinado de Juan II hasta el de Enrique IV no se produce una merma de los dominios sometidos a la jurisdicci�n del concejo madrile�o, antes al contrario se registra un claro proceso de recuperaci�n y conservaci�n de sus dominios.
La continuada presi�n nobiliaria sobre los dominios de Madrid convirti� en constante el pleitear del concejo a lo largo de los siglos XIV y XV, en defensa de su patrimonio. De ah� el inter�s de la villa por fijar con la mayor claridad y extensi�n posible sus l�mites, as� en las Ordenanzas aprobadas en 1380 el concejo estipul� las normas de explotaci�n de sus dominios, con el fin de evitar que un uso abusivo de los derechos de usufructo diera lugar a enajenaciones il�citas o a peligrosas reclamaciones que hicieran mermar sus posesiones, dada la permanente tendencia de propios y extra�os a invadir las tierras concejiles; por estas razones las Ordenanzas recogen y legislan de manera minuciosa el corte de le�a, la roturaci�n de tierras, la invasi�n de pastos y el cultivo de la vid en su alfoz. A lo largo del siglo XV dos fueron las zonas donde las disputas fueron m�s frecuentes y los pleitos m�s numerosos. De una parte, sobre los derechos de usufructo reconocidos desde tiempos de Fernando III y cuyos antecedentes se remontaban a �poca de Alfonso VII, sobre el Real de Manzanares, en posesi�n de los Mendoza y cuya propiedad amayorazgada en la zona se hab�a extendido sensiblemente a lo largo de estos a�os hasta el punto de confundir interesadamente el se�or�o jurisdiccional sobre el Real con el dominio pleno. De otra parte, la segunda zona m�s conflictiva fue la de Alcobendas, enajenada por Enrique II en 1369, algo que el concejo madrile�o nunca llegar�a a aceptar. En el siglo XV el se�or de Alcobendas era Arias D�vila, quien deb�a ejercer un f�rreo control sobre el t�rmino a juzgar por los continuos pleitos con el concejo madrile�o debidos al refugio que sus s�bditos obten�an en Madrid huyendo de su se�or. La villa no desaprovech� la ocasi�n e intervino protegiendo a los siervos huidos de D�vila, fundando bajo protecci�n real San Sebasti�n de los Reyes en 1492. A lo largo del siglo XV hay una continuada corriente migratoria a Madrid desde los lugares de se�or�o circundantes, que hu�an de los se�ores feudales, no deber�a extra�arnos que este flujo fuese alentado por la propia villa, por activa o por pasiva al acoger a los pr�fugos, con el fin de debilitar a los feudales, ocasi�n que tambi�n fue aprovechada por la Corona en la misma direcci�n si atendemos a las disposiciones reales promulgadas en 1477, 1480, 1492 y 1493 en las que los Reyes Cat�licos impiden que los se�ores feudales despojen de sus bienes y haciendas a los s�bditos que huyendo se avecindasen en Madrid.
La enajenaci�n por parte de la Corona del monte de El Pardo, en tiempos de Enrique III, como lugar de residencia y coto de caza real, tendr�a importantes consecuencias posteriores para Madrid. Sin embargo, durante el siglo XV no dej� de ser una cuesti�n de continuo enfrentamiento con la Corona. En efecto, si bien desde Enrique III El Pardo era un sitio real, los madrile�os no hab�an perdido el derecho al usufructo, lo que origin� numerosas disputas entre los funcionarios reales y los vecinos de la villa, hasta el punto de que en 1481 es promulgada una sentencia por la que se prohibe cortar, rozar y pastar en ciertos montes. Que la situaci�n no mejor� lo demuestra la carta que Isabel I otorga a su alcaide en 1483 para que deje acceder al agua a los madrile�os, como ha puesto de manifiesto Manuel Montero, o la prohibici�n tres a�os despu�s de Fernando el Cat�lico al alcaide de El Pardo de que invada el t�rmino de Madrid. El af�n expansionista de los funcionarios reales de El Pardo se centraba sobre todo en la Dehesa de la Villa, cuya anexi�n intentaron infructuosamente en varias ocasiones, la oposici�n cerrada del concejo frustr� estas pretensiones, que hubiesen supuesto un serio perjuicio para el abastecimiento de carne y le�a a la villa. As� en la Baja Edad Media los l�mites de la Tierra de Madrid seg�n Montero "quedar�an algo al oeste de El Pardo y las Rozas, hasta el Guadarrama; m�s abajo, el dominio segoviano traspasaba este r�o, llegando a Madrid a las inmediaciones de Villaviciosa y M�stoles; luego avanzaba hasta los aproximados l�mites de la actual provincia, comprendiendo Parla, Gri��n, los Torrejones y Cubas, parte conflictiva bajo los Trast�maras. Aqu� part�a lindes con el segoviano sexmo de Valdemoro [posteriormente incorporado al condado de Chinch�n], alcanzando en determinados lugares el r�o Jarama: se respetaron los mojones colocados por Fernando III. M�s arriba traspasaba Madrid el r�o, hasta Paracuellos -de la Orden de Santiago-, cercan�as de Ajalvir y Cobe�a, en frontera con Toledo. Volv�ase luego a cruzar el curso, hacia San Sebasti�n de los Reyes y Vi�uelas, tambi�n m�s tarde disputados a Madrid". La Tierra de Madrid se articulaba administrativamente durante esta �poca en tres sexmos, los de Aravaca, Vallecas y Villaverde, aunque ocasionalmente tambi�n figur� un cuarto sexmo, el de Manzanares.
Madrid era en aquella �poca, en el siglo XIV, una villa caracter�stica de la Meseta sur, en la que hab�a existido una dilatada presencia musulmana; as� pues, la poblaci�n estaba compuesta por los castellanos que la hab�an conquistado, que dominaban las instituciones concejiles, los moz�rabes que se hab�an mantenido despu�s de la conquista, situados en los arrabales de la antigua fortaleza musulmana (en torno a la actual Cava Baja), y un n�cleo de jud�os que resid�a en la aljama madrile�a. Sin embargo, las tensiones raciales, te�idas de razones religiosas, no permanecieron al margen de la vida de la villa. Durante la turbulenta regencia que tiene lugar en la minor�a de Enrique III, y coincidiendo con las Cortes celebradas en Madrid en 1390 tienen lugar importantes actos violentos contra la poblaci�n jud�a de Castilla, desencadenados por las predicciones del arcediano de Ecija, Ferr�n Mart�nez. Las matanzas de jud�os de extendieron por toda Castilla y Madrid no fue la excepci�n, en donde se produjeron importantes destrozos en su aljama, de los que da constancia un documento fechado en 1392.
MADRID EN TIEMPOS DE LOS REYES CATOLICOS
Madrid era en tiempos de los Reyes Cat�licos, finalizando el siglo XV, una villa con una poblaci�n cercana a los doce mil habitantes, cuya importancia pol�tica se hab�a acrecentado durante la dinast�a Trast�mara, como hemos tenido ocasi�n de se�alar. Madrid gozaba de una privilegiada posici�n consecuencia de un muy favorable ecosistema, la abundancia de las aguas y la extensi�n de los bosques, prados y fuentes hac�an de ella una ciudad bien abastecida. Fern�ndez de los R�os en su Gu�a de Madrid nos cuenta refiri�ndose a la �poca: "Era la comarca de Madrid f�rtil, casi un para�so, a juzgar por lo que dicen algunos cronistas: huertos, bosques, prados, fuentes, un cielo azul y un clima delicioso. Los frutos de la tierra y la caza eran sobrados para mantener la poblaci�n". La descripci�n no deb�a resultar muy exagerada, si tenemos en cuenta que los bosques y la abundante caza se proyectaban desde la Sierra sin soluci�n de continuidad hasta los mismos arrabales de la villa, donde �rboles y caza alcanzaban la actual Gran V�a para enlazar con la Dehesa de la Villa y el monte de El Pardo.
Los l�mites de la villa, siguiendo a Jos� Manuel Castellanos, se iniciaban por el sur en los arrabales de las Vistillas y de Lavapies, en el primero las casas de una planta dispersas y rodeadas de corrales y huertas eran la t�nica, articuladas en torno al convento de San Francisco, en donde fueron enterrados Enrique de Villena, Enrique IV y su esposa do�a Juana, los Vargas, Luzones y Luxanes entre otros; en torno a las actuales plazas de la Cebada y de Tirso de Molina, exist�a el arrabal de Lavapies, en donde se concentraba la mayor parte de la poblaci�n jud�a de la villa. La plaza de la Cebada, en aquel entonces un gran descampado, era lugar de comercio de granos, tocino y legumbres, al norte de la misma se localizaba el gran caser�n destinado por Beatriz Galindo a hospital, conocido como hospital de La Latina en honor a su fundadora, cuya construcci�n se inici� en 1499, donde hoy est� el teatro de La Latina, edificado en las extensas propiedades de Francisco Ram�rez, su esposo; cerca de �l se encontraba el viejo matadero municipal, que pronto fue trasladado mediante autorizaci�n de los Reyes Cat�licos por la insalubridad y los malos olores que del mismo se desprend�an. Los restos de la muralla �rabe vecinos al mismo, entre la actual Cava Baja y la calle del Almendro, fueron aprovechados para edificar casas hasta la Puerta Cerrada. Frente al hospital de La Latina se encontraba la ermita de San Mill�n, que daba nombre a otro arrabal, de extensas huertas y vi�edos, en el que se extend�an las principales propiedades del mayorazgo del ya mencionado Francisco Ram�rez, secretario de Fernando el Cat�lico. En lo que hoy es inicio de la calle de Toledo se encontraban los restos de la muralla �rabe, prolongaci�n de la Puerta Cerrada, por la calle de Cuchilleros se desembocaba en la plaza del Arrabal, hoy Plaza Mayor, lugar tradicional del mercado, en 1489 principi� la construcci�n de la casa portalada con el fin de acoger bajo techo los puestos del mercado, su finalizaci�n se demor� durante un siglo. A su derecha se encontraba el arrabal de Santa Cruz, cuyo nombre tomaba de la iglesia del mismo nombre all� situada, en �l ten�an sus tiendas los gremios de los zapateros, estereros, guitarreros y tiradores de oro. Al norte se encontraba la Puerta del Sol, de origen cristiano, donde durante el reinado de los Reyes Cat�licos fue confinada la prostituci�n "las mugeres del partido no puedan estar en otros lugares, salvo en la casa de la puter�a nueva ques a la Puerta del Sol"; enseguida se topaba uno con la Puerta de Guadalajara, en la actual calle Mayor, donde nac�a al norte el arrabal de San Gin�s, en el que se situaban las posesiones de los Mendoza y los Vallejos, cuyas mansiones se alzaban en las laderas del barranco del Arenal; alrededor de la Iglesia de San Gin�s ten�an sus tiendas bordadores, coloreros y boteros. Al norte del mismo se encontraba el arrabal de San Mart�n, en el que junto a los conventos de Santo Domingo y San Mart�n se emplazaban las casas y los rudimentarios palacios de don Alvaro de Luna, de los Olivares, Mendozas, Barrionuevos y Vallejos; la actual plaza de Isabel II -o de la Opera- era un lugar de barrancos, huertas, pontones y fuentes, donde se ubicaban los curtidores de pieles y sus tener�as, trasladadas por los Reyes Cat�licos en 1495 a la Ribera de Curtidores y la cuesta de San L�zaro, junto a ellas radicaban las huertas de Alvaro de Alcocer, las fuentes de Hontanillas, Valnad� y la Priora, as� como el arroyo de San Gin�s. Aqu� se hallaba la Puerta de Valnad�, flanqueada por las torres de los Huesos y de Gaona, desde donde se divisaba el Alc�zar, y a su lado el barrio de Santiago, donde exist�an hasta cinco iglesias, entre las que destacaban la de San Salvador, la m�s importante del Madrid de la �poca, y en la que celebraba sus sesiones el concejo, y la de Santa Mar�a. Era el barrio noble por naturaleza, donde ten�an residencia los Alcocer, Herrera, Lode�a, Losada, Luz�n, Monz�n, Ram�rez y Toledo. A continuaci�n el barrio de Sacramento, de extracci�n humilde originariamente, pronto se convertir�a en uno de los m�s se�oriales, ocupando los Lujanes, Cisneros, Vozmedianos, Castillos, Ram�rez, Zapatas y C�rdenas la plaza de San Salvador -actual plaza de la Villa-, centro neur�lgico del Madrid medieval, donde se concentran el mercado principal, la picota, la c�rcel y la alh�ndiga, lugar de reuni�n del antiguo concejo abierto. Cruzando la hondonada del vallejo de San Pedro, se alzaba el barrio de la Morer�a, en el que se encontraba la aljama musulmana y donde se erig�a la mezquita que pervivi� hasta principios del siglo XVI. M�s all� se localizaba la leproser�a de San L�zaro. Finalmente el gran caser�n de los Lasso, construido a finales del siglo XV por Pedro de Castilla, biznieto de Pedro I, en el que residieron do�a Juana y el archiduque Felipe, as� como los regentes cardenal Cisneros y el de�n de Lovaina durante sus estancias en Madrid. El palacio de los Lasso junto con la iglesia de San Andr�s y una de las casas de los Vargas conformaban la Plaza de la Paja, la m�s amplia del recinto amurallado, desde donde se alcanzaba la punta m�s meridional de la villa, la Puerta de Moros, que enlazaba con la plaza de la Cebada en las afueras de la muralla y salida natural hacia Toledo.
Madrid era a finales del siglo XV, pues, una villa que guardaba unas relaciones bastante arm�nicas con su alfoz. No era una ciudad con una gran pujanza comercial, por lo que sus burgueses no rebasaban el mero estadio artesanal. La presencia en sus arrabales y en el interior del recinto amurallado de apellidos de abolengo nobiliario, como los Mendoza, los Vozmediano o los Luna tiene que vez con la cada vez m�s frecuente residencia de los monarcas en Madrid. Que tuvieran casa abierta no quiere decir que residieran de manera permanente en la villa, tengamos en cuenta que en esta �poca la Corte era itinerante. Junto a ellos resid�a un reducido grupo de notables locales, cuyos or�genes se remontan, en algunos casos, a la conquista de Mayrit en �poca de Alfonso VI, ser�n quienes dominen el concejo madrile�o, participando activamente en la defensa de la villa frente a las pretensiones de los se�ores feudales, son los Alcocer, Luz�n, Losada, etc. El n�cleo de la poblaci�n estaba constituido por los artesanos, peque�os comerciantes y los oficiales y aprendices de ellos dependientes; en los arrabales viv�an los peque�os campesinos que ten�an sus huertas y tierras en las cercan�as de la villa, as� como la comunidad moz�rabe y jud�a. Algunos de cuyos m�s significados miembros, comerciantes, m�dicos y cargos ligados a las finanzas reales hab�an logrado superar las barreras de la aljama jud�a para integrarse, no sin recelos, en la c�spide de la sociedad medieval. El decreto de expulsi�n de los jud�os en 1492 pronto acab� con su presencia bien por su forzosa emigraci�n o por la m�s dif�cil v�a de la asimilaci�n.
Nos hemos referido a los conflictos habidos durante el siglo XV entre la villa y la Corona por el usufructo del Real Sitio de El Pardo. Sin embargo, la decisi�n adoptada por Enrique III de convertir El Pardo en residencia y coto de caza real revelar�a con el tiempo su importancia en la decisi�n de Felipe II de establecer la capital del Imperio en Madrid. En efecto, a partir de esa fecha las estancias de los monarcas en El Pardo se hicieron m�s numerosas y prolongadas en el tiempo, la frecuente presencia de los reyes en Madrid acrecent� la importancia pol�tica de la villa, como ponen de manifiesto las reuniones de Cortes en Madrid, dos durante el reinado de Enrique III (1390-91 y 1393), tres con Juan II (1419, 1433 y 1435), dos con Enrique IV (1462 y 1467), una con los Reyes Cat�licos (1482), una durante la regencia de Fernando el Cat�lico (1510) y cuatro con Carlos I y su madre do�a Juana (1517, 1528, 1534 y 1551-52); con ello el Alc�zar madrile�o sufri� importantes obras durante la dinast�a Trast�mara a fin de adecuarlo al uso m�s frecuente de la Corte castellana, as� Enrique III "dispone el Alc�zar en forma de Palacio, levantando algunas torres que le hermoseasen", obras que continuaran Juan II y Enrique IV. Carlos V dio un impulso decisivo en la conversi�n del Alc�zar en Palacio real, la ampliaci�n y reforma del mismo fueron dirigidas desde 1536 por Covarrubias como maestro mayor de las obras. La decisi�n de instalar la Corte en Madrid adoptada por Felipe II, anunciada en carta a Luis de Vega el 7 de mayo de 1561 y la Real c�dula del 8 de mayo ratific�ndolo marca una nueva etapa en la historia de Madrid. Se puede hablar sin lugar a dudas de un antes y un despu�s de esta decisi�n. Cabr�a preguntarse las razones que llevaron a Felipe II a adoptar tal postura, cuando Madrid era todav�a una villa de posici�n intermedia en la jerarqu�a de las ciudades castellanas.
Varias fueron las razones que influyeron en la decisi�n de Felipe II de radicar la capital en Madrid. Su car�cter de villa de realengo de dimensiones medias en la jerarqu�a urbana castellana, y la ausencia de un fuerte poder que disputase la primac�a a la Corona, como ocurr�a con Toledo sede de la poderosa mitra arzobispal, o de un fuerte concejo celoso de sus prerrogativas como Segovia o Valladolid, de amargo recuerdo en la memoria del nuevo monarca, debieron pesar en la decisi�n de Felipe II. Si a ello le unimos su posici�n equidistante de los diferentes territorios de la Corona en la Pen�nsula, que terminar�an por convertirla en el nudo de los caminos y comunicaciones, y el favorable ecosistema madrile�o, en el que la abundancia de montes y dehesas hac�an de �l un excelente lugar de caza, a la que tan aficionados eran los monarcas, donde el Real Sitio del Pardo constitu�a lugar de solaz y residencia eventual desde los tiempos de Enrique III, explicar�an las variadas motivaciones que llevaron al monarca a elegir Madrid como capital del Imperio.
La decisi�n de Felipe II iba a alterar radicalmente la historia de Madrid. Sin lugar a dudas, de no haber mediado tal elecci�n la villa no habr�a pasado de ser una t�pica ciudad castellana abocada a una l�nguida existencia, en virtud de la ausencia de recursos naturales sobre los que edificar un posterior desarrollo urbano e industrial. No es, pues, exagerado hablar de un antes y un despu�s de 1561. Acontecimiento que marcar�a el ulterior crecimiento de la Villa y Corte, pero que tambi�n marc� en profundidad su territorio circundante. Supeditando en una primera etapa, que se extiende hasta la primera mitad del siglo XIX, a un amplio hinterland que excede los actuales l�mites de la provincia, al subordinar econ�micamente el desarrollo de una amplia franja de la Meseta Central a las necesidades de abastecimiento de la capital y a la voracidad de la Hacienda P�blica, para posteriormente, ya en el siglo XX, configurar la provincia de Madrid como una regi�n metropolitana de car�cter netamente urbano.
En la Espa�a de los Austrias la ausencia de una administraci�n territorial similar en contenido y atribuciones a lo que hoy denominamos provincia fue la t�nica general. No debe equivocarnos el prematuro empleo del t�rmino provincia, que ya desde finales del siglo XV aparece en alguna documentaci�n elaborada con fines impositivos. Aqu� la sem�ntica est� lejana todav�a de las funciones que adquiri� el concepto a partir del siglo XIX. No es de extra�ar, pues, que la mayor parte de la documentaci�n fiscal durante los siglos XVI y XVII utilicen como unidad territorial de comprensi�n al obispado. No obstante, en 1591 ya existe un intento de definici�n territorial sobre la base del t�rmino provincia. Nos referimos al "Censo de la poblaci�n de las provincias y partidos de la Corona de Castilla", que ha pasado a la historia como censo de Tom�s Gonz�lez, en atenci�n a su analista, que sistematiz� la informaci�n y la public� en 1824. Seg�n este censo de 1591 lo que se entiende en �l por provincia de Madrid difiere sustancialmente de los actuales l�mites. Por un lado, y siguiendo las coordenadas procedentes de la Edad Media, que hemos estudiado en l�neas anteriores, la actual provincia de Madrid estar�a invadida por Avila, Guadalajara, Segovia y Toledo, y, a la inversa, lo que denominaron en aquella �poca provincia de Madrid penetraba en las actuales de Toledo y Guadalajara.
De hecho, cualquier homogeneizaci�n administrativa del territorio a lo largo del Antiguo R�gimen chocaba frontalmente con la vigencia del r�gimen se�orial, en cualquiera de sus variantes, es decir, con la extensa casu�stica jurisdiccional caracter�stica de aquella �poca, y que incluso qued� reforzada si tenemos en cuenta las nuevas dispersiones provocadas por la enajenaci�n de jurisdicciones anejas a los procesos de ennoblecimiento, que tomaron cuerpo a lo largo del siglo XVII, y de las que en Madrid se localizan abundantes ejemplos. Veamos algunos de estos casos. En 1625 se concedi� a Francisco Eraso el t�tulo de Conde de Humanes. Por las mismas fechas se cre� el condado de Colmenar de Oreja. Antes Felipe III hab�a otorgado el ducado de Uceda al primog�nito de su v�lido el duque de Lerma, que con el tiempo pasar�a a la Casa de Osuna; el mismo monarca hab�a premiado al duque de Lerma con el se�or�o de Valdemoro, que despu�s revendi� a sus habitantes. En 1640 el Conde-duque de Olivares compr� la villa de Loeches, que en a�os venideros engrosar�a el caudal de la Casa de Alba. En 1686 se asiste a la creaci�n del marquesado de Valdetorres y en 1688 al marquesado de Valdeolmos. Finalmente, en una fecha tan tard�a como 1734 Felipe V otorg� el ducado de Algete, luego englobado en los estados de la Casa de Alca�ices. Significativo este �ltimo hecho, todo un s�mbolo de las trabas opuestas a cualquier intento de racionalizaci�n del territorio durante el siglo de las luces, en el que se concitaron dos fuerzas contradictorias: el af�n centralizador de la monarqu�a ilustrada y la tendencia opuesta desplegada por la nobleza, celosa guardiana de sus prerrogativas jurisdiccionales.
Resultaba evidente en la Espa�a del siglo XVIII la naturaleza obsoleta de la administraci�n territorial, pr�cticamente calcada de la Edad Media. Sin embargo, cualquier transformaci�n no ir�a m�s all� de la epidermis del sistema, si tenemos en cuenta lo enraizado de lo que antes hemos catalogado de dispersi�n jurisdiccional. Situaci�n que en el caso madrile�o quedaba agravada por la amplia extensi�n en sus cercan�as de los llamados Sitios Reales. Todo ello provocaba una especie de rompecabezas hist�rico, donde la falta de continuidad quedaba puesta de manifiesto por la existencia de enclaves de unas provincias en otras, por los fen�menos de extraterritorialidad originados por la pervivencia del se�or�o jurisdiccional y por el original estatuto de los Sitios Reales. En el siglo XVIII el actual territorio que compone la Comunidad Aut�noma de Madrid era una clara demostraci�n de heterogeneidad territorial, a la que intentaron poner l�gica y raz�n los monarcas ilustrados.
El primer intento de racionalizaci�n administrativa del territorio cabe situarlo en �poca de Felipe V. A tal fin conducen las Ordenanzas de Intendentes de 1718, que daban origen a esta figura pol�tica, una especie de gobernador, presidente de la Audiencia y delegado de Hacienda al un�sono, que por encima de las ideas sobre la separaci�n de poderes, aglutinaba en sus manos todo un conjunto de funciones pol�tico-administrativas dirigidas a llevar a buen puerto cualquier proyecto centralizador. Estos intendentes fueron situados a las cabezas de las Intendencias, divisiones administrativas establecidas por todo el territorio de la monarqu�a a partir de 1749. �Cu�les eran las caracter�sticas de la Intendencia de Madrid? Antes que nada se�alar, que en el caso que nos ocupa no se logr� poner coto a la heterogeneidad territorial. En s�ntesis, la Intendencia de Madrid ocupaba un espacio discontinuo, con tres n�cleos m�s o menos homog�neos: La Tierra de Madrid, que con centro en la capital se extend�a por el norte hasta las lindes del Real de Manzanares y de la regi�n de Colmenar Viejo y su amplia zona de influencia -en aquel momento perteneciente a Guadalajara-, por el Este hasta la zona de influencia de Alcal� de Henares -bajo la jurisdicci�n de Toledo-. A la Tierra de Madrid se la a�ad�a el sexmo de Casarrubios, hasta bien entrada la actual provincia de Toledo por el suroeste, ya que inclu�a los t�rminos de Casarrubios del Monte, Valmojado, Las Ventas de Retamosa, Santa Cruz de Retamar, Quismondo, Maqueda, Val de Santo Domingo y Carmena. Adem�s por el sureste se inclu�a en la Intendencia de Madrid la comarca alcarre�a del partido de Zorita, hoy en d�a perteneciente a la provincia de Guadalajara.
M�s operativa y racionalizante fue la nueva divisi�n territorial llevada a cabo en enero de 1801 a propuesta del Consejo de Hacienda y que reform� la Intendencia o provincia de Madrid hasta aproximarla a los l�mites con que quedara configurada definitivamente en 1833. Qued� reorganizada en dos partidos administrativos: Madrid y Alcal� de Henares, previa extinci�n por Real Orden de 8 de diciembre de 1799 del partido de Colmenar Viejo, que ahora se incorporaba a Madrid, al igual que el partido de Alcal� que abandonaba para siempre a la intendencia toledana. Asimismo la intendencia de Madrid perdi� 24 pueblos que pasaron a formar parte de Segovia, Toledo y Guadalajara. Pero era mucho mayor la nueva porci�n de territorio conseguida, y no s�lo por simples motivos cuantitativos, sino tambi�n por la superior pujanza econ�mica de los n�cleos rurales incorporados: 27 pueblos del partido de Colmenar Viejo, 11 de Guadalajara, 22 de Segovia, 39 de Alcal� (Toledo), 8 de Toledo y 2 de Oca�a, adem�s de los tres Sitios Reales: San Fernando, San Lorenzo de El Escorial y El Pardo. En conjunto la provincia de Madrid qued� compuesta de 179 pueblos, de ellos 122 correspondientes al partido administrativo de Madrid y 57 al de Alcal� de Henares. Insistimos en que esta reorganizaci�n sirvi� de base, con algunas alteraciones que despu�s anotaremos para la constituci�n de la provincia de Madrid tal como la estipul� el plan de Javier de Burgos, concretado el 30 de noviembre de 1833, sobre todo si tenemos en cuenta que los proyectos remodeladores del gobierno de Jos� I no llegaron a fructificar. Nos referimos a la constituci�n del Departamento del Manzanares, en abril de 1809, con Madrid de capital, que reproduc�a el modelo de la divisi�n territorial francesa; al igual que el decreto de Jos� I, fechado en Sevilla el 17 de abril de 1810, que institucionaliz� la Prefectura de Madrid. En 1814 entr� de nuevo en vigor la divisi�n territorial plasmada en la disposici�n de enero de 1801, que acabamos de comentar, hasta que las Cortes del trienio por ley de 1822 establecieron la nueva divisi�n territorial, antecedente muy directo del Real Decreto de 20 de noviembre de 1833.
Si bien la divisi�n territorial de 1801 introdujo nuevos criterios racionalizadores, sin embargo continuo subsistiendo la cuesti�n de la dispersi�n jurisdiccional provocada por el substrato se�orial, aunque al menos el tema de los Sitios Reales qued� resuelto. Ser� con la revoluci�n liberal de los a�os treinta cuando la divisi�n provincial alcance plena coherencia jur�dico-administrativa con la desaparici�n del se�or�o jurisdiccional. Con respecto a 1801 la divisi�n territorial de Javier de Burgos presentaba a escala madrile�a las siguientes variantes. Quedaban incorporados la Tierra de Buitrago, antes de Guadalajara, al igual que la zona de Bustarviejo y Valdetorres; de la provincia de Segovia se transfer�a a Madrid el valle de Lozoya, de la de Avila los t�rminos de Valdepelayos y Valdequemada, y, por �ltimo, de Toledo se integraban en Madrid el Sitio Real de Aranjuez y los t�rminos de Cadalso, Colmenar de Oreja, Cenicientos, Estremera, Fuentidue�a de Tajo, Rozas de Puerto Real, Valdaracete, Villaconejos, Villamanrique de Tajo y Villarejo de Salvanes. En sentido inverso, la provincia de Toledo obten�a de Madrid varios t�rminos, algunos de los cuales hab�an formado parte del Sexmo de Casarrubios: Borox, Casarrubios, Esquivias, Mentrida, Sese�a, Torre de Esteban Ambran, Valmojado y Ugena. Adem�s se trasvasaba a la provincia de Guadalajara la comarca de Zorita y tierras adyacentes. As� result� configurada la actual provincia de Madrid, que Pascual Madoz delimita con precisi�n: "Confina al N y NO con la de Segovia; E. Guadalajara; S. Cuenca y Toledo y O. Avila. Sus l�mites N. y O. son la gran cordillera de los montes Carpetanos, empezando un poco al S. del puerto de Arcones, sigue por los de Lozoya, Pe�alara, Morcuera, Fonfr�a y Guadarrama; por entre Cereceda y Zarzalejo, quedando �ste para Madrid y aquel para Avila; por el O. de Valdequemada y San Mart�n de Valdeiglesias, por entre Cadalso y Majadillas, Rozas de Puerto Real y la Adrada, perteneciendo �sta y Majadillas a Avila, y Rozas de Puerto Real y Cadalso a Madrid. Su l�mite S. empieza aqu� y sigue por el Sur de Cenicientos y el Prado, a cortar el r�o Alberche por el N. de Mentrida, que queda para la provincia de Toledo; continua despu�s por entre Navalcarnero y Casa-Rubios, y atravesando el Guadarrama al S. de Batres y N. de Carranque y Ugena, va por entre Espartinas y por el N. de Sese�a a buscar el Jarama por m�s abajo de su confluencia con el Taju�a, dirigi�ndose luego (despu�s de dejar dentro de la provincia todas las posesiones de Aranjuez) por el N. de Oreja, provincia de Toledo, S. de Colmenar de Oreja al Tajo, cuya orilla derecha sigue hasta m�s arriba de Estremera. El l�mite E. empieza en este sitio, y se encamina a atravesar el Taju�a por el S.O. de Mond�jar; pasa entre Loranca y Pezuela, por el O. de Pioz, entre el Pozo y Santorcaz, y atravesando el Henares, va por el O. de Azuqueca y Buges, aquel de Guadalajara y �ste de Madrid; E. de Camarma y Rivatejada, O. del Casar; E. de Palazuelos, Valdepi�lagos y Vallunquera, y cortando el Jarama entre Uceda y Torremocha, �ste de Madrid y aquel de Guadalajara, se dirige por su orilla derecha hasta el punto llamado Pont�n de la Oliva, o sea algo m�s arriba de la confluencia de aquel r�o con el Lozoya, donde principia el canal de Cabarr�s o de Torrelaguna; sigue luego por el E. de Atazar, Pueba de la Mujer muerta, hasta Somosierra, quedando estos pueblos dentro de la provincia".
MADRID CAPITAL DEL IMPERIO. LAS RELACIONES ENTRE LA CIUDAD Y SU TERRITORIO
Cuando en 1561 Felipe II decidi� trasladar la Corte a Madrid qued� marcado el destino futuro de lo que hasta entonces hab�a sido un reducido n�cleo urbano de limitadas funciones. A partir de aquella �poca la peque�a villa medieval fue creciendo en consonancia con su papel pol�tico hasta llegar a ser la primera ciudad de la monarqu�a por su n�mero de habitantes a mediados del siglo XVII. Fue el fen�meno de la capitalidad, pues, el factor b�sico de impulsi�n que determin� el contenido urbano de Madrid; es decir, fue un hecho exterior a la propia din�mica de la ciudad el que fij� las pautas de su futuro devenir hist�rico siempre impregnado por la dualidad Corte-Ciudad.
Cabe incluir en un mismo contexto hist�rico de comprensi�n la trayectoria de Madrid a lo largo del Antiguo R�gimen. Desde la segunda mitad del siglo XVI hasta bien entrado el siglo XIX la estructura global de la ciudad responde a la perfecci�n a lo que Jan de Vries ha definido como ciudad imperial, sobre todo a partir de los �ltimos a�os del reinado de Felipe III cuando, despu�s de un breve interregno en el que la Corte mud� a Valladolid, se estableci� definitivamente la monarqu�a y su aparato pol�tico y social en el casco urbano madrile�o. Quietud estructural e incremento cuantitativo son los dos rasgos que enmarcan la evoluci�n de la ciudad, sin que las epid�rmicas reformas de la Ilustraci�n consiguieran alterar los fundamentos del conjunto social, ni las espec�ficas relaciones que Madrid mantuvo con su entorno m�s o menos inmediato, en todo momento mediatizadas por la propia sustancia de la capital.
Madrid fue una ciudad imperial de inadecuado emplazamiento geogr�fico. Elemento este �ltimo a tener en cuenta porque al conjugarse con el fen�meno de la capital coadyuv� a delimitar las funciones de la ciudad y a definir su vinculaci�n con el resto del territorio pr�ximo. Siempre ha llamado la atenci�n la situaci�n espacial de Madrid si la comparamos con las capitales de las grandes monarqu�as del Antiguo R�gimen. Cualquier ciudad importante del occidente europeo en esa �poca est� localizada o en las proximidades del mar o tiene facilidad de comunicaci�n, ll�mense v�as fluviales o sistemas de caminos; sin embargo Madrid a la par que desarroll� su vocaci�n pol�tica estuvo desprovista de estas ventajas. A��dase a ello la ausencia de materias primas en las proximidades y tendremos el cuadro completo en el que se desenvuelven las relaciones entre la ciudad y el territorio hasta mediados del siglo XIX, caracterizadas por el hecho de que la ciudad transfiere a su entorno rural m�s elementos de estabilidad que de transformaci�n, e impide el desarrollo de n�cleos urbanos de cierta consideraci�n en sus alrededores.
A este respecto, la primera consecuencia de la implantaci�n de la capitalidad en Madrid fue la desarticulaci�n de la red urbana tradicional que con centro en Toledo hab�a organizado los intercambios y las funciones econ�micas en una ajustada pir�mide justificada por variables de tipo econ�mico. El continuado crecimiento demogr�fico de Madrid desde principios del siglo XVII configur� un nuevo entramado dirigido a su abastecimiento. M�s que provocar el incremento de la producci�n rural, la cuesti�n se sald� con la reorientaci�n de la producci�n existente hacia la capital sin ninguna alteraci�n en profundidad de los modos y sistemas de producci�n y de vida del campesinado. Al reto del aumento de bocas que alimentar la respuesta fue que Madrid incorpor� a nuevas zonas agrarias cada vez m�s lejanas, en ambas mesetas, a la l�gica de su abastecimiento. De ah� esa especie de contradicci�n que emerge durante tres siglos: conforme Madrid absorbe un porcentaje mayor de la renta proveniente de todo el pa�s, su territorio m�s o menos pr�ximo tiende a empobrecerse.
La ciudad de Madrid, pues, articul� su din�mica interna sobre la base de su funci�n como capital del Imperio; todo ello entendido en su sentido m�s estricto ya que desde Madrid se organiz� toda la estrategia de conservaci�n de la estructura imperial y una parte considerable de la renta canalizada hasta Madrid se proyectaba posteriormente hacia este objetivo.
La capitalidad determin� una peculiar configuraci�n del tejido social, cuyo incremento cuantitativo no viene explicado porque la ciudad precise importar mano de obra para cubrir sus necesidades econ�micas, hecho todav�a m�s visible desde la segunda mitad del siglo XVII. A partir de un muestreo efectuado sobre 527 peticiones de vecindad David Ringrose nos ha proporcionado informaci�n significativa, comparando la categor�a socio-profesional de los peticionarios en dos momentos sucesivos, 1600-30 y 1631-63. Parece evidente la atracci�n de la Corte y de sus funciones pol�ticas: en el primer per�odo considerado el 34% de los nuevos candidatos a vecinos de Madrid eran artesanos y trabajadores cualificados, frente el 9,4 por 100 de la segunda etapa; sin embargo, los resultados son inversos para los peticionarios relacionados con el andamiaje administrativo, as� los empleados del Gobierno y de la Casa Real pasan del 4,9 por 100 al 16,7 por 100 y la nobleza titulada y los "caballeros" del 0,3 por 100 al 9,4 por 100 en los mismos per�odos de tiempo. Evoluci�n que permanece inalterable, como no sea para acentuarse, a lo largo del siglo XVIII. En el cuadro n� comparamos la estructura del empleo en Madrid y Barcelona en 1787. En el caso madrile�o las partidas referidas al empleo p�blico y al componente hidalgo absorben al 28,3 por 100 de la poblaci�n activa en contraste con el 3,39 por 100 para Barcelona. Por el contrario, los cap�tulos artesanos-fabricantes y jornaleros alcanzan en Barcelona el 46,80 por 100 mientras que en Madrid se sit�an en el 31,7%, tengamos en cuenta adem�s las diferentes realidades sociales que subyacen en la escueta denominaci�n socio-profesional. En Barcelona el empleo industrial entroncaba en el primer despegue manufacturero catal�n, sin embargo en Madrid lo que predomina es un artesanado tradicional, muy lejano todav�a del moderno mundo industrial, que enfoca su producci�n sobre todo a la demanda de la elite econ�mica local. En Madrid el t�rmino jornalero engloba, m�s que una poblaci�n activa fabril, a un abigarrado conjunto de trabajadores sin ninguna ocupaci�n precisa ni estable que junto al servicio dom�stico forman el cuerpo principal de las capas populares, cuyo horizonte reivindicativo gira en torno al abastecimiento de pan, y est� mediatizado por las relaciones de dependencia, subordinaci�n y clientela que la Corona y la Nobleza tejen cuidadosamente como ant�doto al conflicto social y como elemento equilibrador de la "econom�a moral de la multitud".
Por lo dicho hasta ahora se comprende que la sociedad madrile�a est� compartimentada en cuerpos estancos sin apenas movilidad entre ellos. Puede arg�irse que una conclusi�n de esta naturaleza no presenta ninguna novedad porque es caracter�stica de la sociedad estamental del Antiguo R�gimen. Pero lo que aqu� queremos se�alar es que Madrid ofrec�a escasas posibilidades de promoci�n social a la corriente de emigrantes campesinos que alimentan la poblaci�n local y constituyen los pilares de sustentaci�n del crecimiento demogr�fico, en una ciudad cuyo crecimiento vegetativo habr�a sido nulo sino fuera por los contingentes poblacionales que las provincias env�an. Lo caracter�stico de aquella situaci�n era la enorme bipolaridad existente en la percepci�n de la renta. A mediados del siglo XVIII en la c�spide de la pir�mide destacan los grandes propietarios de tierras y de rentas se�oriales, que equivalen al 3,18 por 100 de lo que con cierta licencia denominar�amos poblaci�n activa, y que sin embargo absorbe el 36,69 del total de la renta. Nos estamos refiriendo fundamentalmente a la nobleza titulada que a lo largo de la segunda mitad del siglo XVII y de la primera mitad de la siguiente centuria consolida su asentamiento en la capital al abrigo de la Corte. Sus palancas de acumulaci�n van m�s all� de cerca la de Madrid para desparramarse por todas las provincias de la monarqu�a, a lo que se a�ade el suplemento que reciben como contraprestaci�n a sus funciones pol�ticas cada vez m�s capidisminuidas por la irrupci�n de las profesiones liberales en la maquinaria estatal, cuyos miembros m�s sobresalientes acabar�n por integrarse en las filas nobiliarias. Precisamente el siglo XVIII fue una de las etapas cenitales en la trayectoria de la nobleza madrile�a. La revalorizaci�n de las actividades productivas, mercantiles o fabriles, por parte del pensamiento ilustrado y la coyuntura alcista de la segunda mitad del siglo, impulsaron un comportamiento econ�mico m�s din�mico de las filas nobiliarias, que encuentra su fundamento en la ampliaci�n del mercado interior, sobre todo en el abasto de los grandes centros urbanos, en el comercio lanero y en su vinculaci�n con los Cinco Gremios madrile�os. Todo ello se traduce en un af�n constante por maximizar las rentas, sin alterar las estructuras de propiedad o de producci�n, en un contexto de gesti�n m�s racional de los recursos, que se resuelve en el incremento de la presi�n sobre el campesinado, con el fin de obtener una cuota m�s elevada del producto agrario. Adem�s, los ingresos se refuerzan con las rentas que la Corona canaliza hacia la nobleza a trav�s del pago de funciones cortesanas o reactualizando los ingresos nobiliarios, en un marco fiscal privilegiado, a partir del sistema de pensiones, contrapartida del rescate de determinados servicios antes dominados directamente por la nobleza, pero de comprometido cobro que ahora queda garantizado. Todo esto en lo que se refiere a las fuentes de ingreso; en cuanto a la estructura del gasto, la nobleza madrile�a parece m�s preocupada que en �pocas anteriores por aumentar sus gastos productivos, para aprovechar los beneficios de la coyuntura, bien dirigidos a nuevas roturaciones, a la construcci�n de canales y a mejoras infraestructurales del negocio de la lana gestionado directamente por las administraciones centrales. No obstante, el grueso del ingreso nobiliario se destina al consumo suntuario, incluso se incrementa el porcentaje dirigido en esta direcci�n a lo largo del XVIII. Se trata de una nobleza m�s cosmopolita, abierta a las influencias francesas e italianas, cuyo mimetismo respecto del lujo de la Corte se hace evidente, y que dedica una mayor parte de sus ingresos a gastos fijos de mantenimiento del estatus. As� el siglo XVIII fue la gran �poca de construcci�n o remozamiento de palacios nobiliarios en Madrid. A modo de ejemplo indiquemos aqu� la reforma en profundidad o la construcci�n de los siguientes palacios: conde de Pu�onrostro, duque del Infantado, marqu�s de Perales, marqu�s de Miraflores, conde de Ugena, conde de Tepa, duques de Berwick, marqu�s de Santa Cruz, conde de Altamira, marqu�s de Grimaldi, conde de la Puebla del Maestre, marqu�s de Guadalc�zar, duque de Villahermosa. En suma, la Corte como proveedora de empleo o como polo de atracci�n de grupos sociales dominantes a escala peninsular es el gran foco acaparador de rentas. A la altura de 1757 entre la nobleza propietaria y la Administraci�n Real y Local concentraban el 58,94 por 100 de la renta.
El negativo de esta situaci�n surge en el mundo productivo madrile�o. Sujeto a un estadio enteramente artesanal, ocupa el 39,37% de la poblaci�n activa a la altura de 1757, pero de �l s�lo procede el 17,54 por 100 del total de la renta. El otro sector proveedor de empleo a las capas populares, el servicio dom�stico entendido en su m�s amplia acepci�n, da empleo al 30,60 por 100 de la poblaci�n activa que recibe como contrapartida el 7,80% del total de las rentas. No resulta extra�o, por tanto, que sea un lugar com�n para el siglo XVIII, insistir en la miseria estructural en la que est�n sumidas las capas populares madrile�as. Autores como Ringrose, Soubeyroux y Santos Madrazo desde posturas ideol�gicas divergentes han resaltado esta situaci�n, que en �ltimo t�rmino debe ser entendida como uno de los factores paralizantes del desarrollo econ�mico madrile�o y cuya proyecci�n se extiende al entorno rural pr�ximo dada la escasez de servicios que la ciudad demandaba al campo. Miseria estructural amortiguada por la red de establecimientos ben�ficos que pueblan la ciudad y por la ampliaci�n de las pr�cticas caritativas que aportan el m�nimo vital reproductor de la fuerza de trabajo, pero que tambi�n crean el caldo de cultivo en el que se expande la cultura de la pobreza, es decir la mendicidad voluntaria y las pautas de comportamiento que la acompa�an.
En los escalones intermedios de la pir�mide social surge en la segunda mitad del siglo XVIII una reducida n�mina de comerciantes de alcance nacional. Se trata de una elite mercantil continuamente alimentada desde las provincias, que encuentra su m�ximo exponente en la Sociedad de los Cinco Gremios Mayores, primera compa��a de alcance nacional, que sirve de preludio a la importancia que alcanzar� la plaza de Madrid durante el siglo XIX como n�cleo productor de servicios econ�micos. Elite comerciante cuya reproducci�n est� apuntalada en el abastecimiento de Madrid, en su actividad como intermediaria o part�cipe activa en la comercializaci�n de la lana y el intercambio con Am�rica, y en pr�cticas prefinancieras centradas en los d�ficits del Estado y de la nobleza titulada. Sus integrantes proceden mayoritariamente de la fachada Cant�brica: es la irrupci�n del hidalgo aburguesado vasco, santanderino o asturiano que llega a Madrid en busca de fortuna o como copropietario o apoderado de las casas de comercio instaladas en los puertos del Cant�brico, asegurando la relaci�n de Madrid con el mercado interior y su proyecci�n hacia el exterior. De sus filas emerger� alguno de los m�s caracterizados hombres de negocios que apoyar�n resueltamente la revoluci�n liberal del siglo XIX.
Durante el Antiguo R�gimen el auge de la ciudad de Madrid no dependi� de su capacidad productora para abastecer a la regi�n circundante, sino que m�s bien vivi� a expensas y en funci�n de los recursos de la Monarqu�a, cuya capacidad multiplicadora se expandi� a un doble nivel: como creadora de servicios a trav�s de los recursos fiscales proporcionados por el complejo sistema impositivo vigente y por la riqueza que atrajo la presencia de la Corte, es decir por el enorme caudal de rentas canalizadas hacia la capital pol�tica. De tal forma, la coyuntura madrile�a, est� determinada por los flujos y reflujos que experimenten los fondos presupuestarios de la Monarqu�a y las rentas patrimoniales de los grupos sociales subsidiarios de la capitalidad. El declive de Madrid en la segunda mitad del siglo XVII o el apogeo del XVIII no encuentran fundamento en la din�mica interna de la ciudad sino en la menor o mayor necesidad inversora de la Corona o de la nobleza cortesana. La prosperidad de la monarqu�a absoluta y de los grupos privilegiados del Antiguo R�gimen arrastraban la paralela prosperidad de la Villa.
En el espacio de tiempo que media entre 1560 y finales del siglo XVIII la poblaci�n de la capital pas� de 20.000 habitantes aproximadamente a los 178.816 consignados en el censo de Godoy. A pesar de las imprecisiones estad�sticas el enorme desarrollo demogr�fico de Madrid resulta incontestable. Es un ritmo de crecimiento inconstante, sujeto a fluctuaciones derivadas de las variables antedichas. Un primer crecimiento acelerado encuentra frontera en los alrededores de 1640. El declive del sistema imperial afect� a la capital, que entr� en un per�odo de estancamiento del que no saldr� hasta finales de siglo, para iniciar una lenta recuperaci�n, sujeta a m�ltiples altibajos, pr�logo del crecimiento poblacional m�s sostenido, caracter�stico de la segunda mitad del XVIII.
El crecimiento demogr�fico trajo aparejada la ampliaci�n espacial de la ciudad que por lo menos hasta el siglo XVIII se realiz� sin ning�n tipo de regulaci�n, al libre albedr�o de los nuevos pobladores. En tiempo de Felipe II el proyecto frustrado de reformas de la plaza del arrabal y su entorno, elaborado por Juan de Herrera, que al menos sirvi� de base para la construcci�n de la Plaza Mayor, un siglo despu�s, marca la t�nica de ocupaci�n del nuevo espacio. El crecimiento del recinto se realiz� a partir del n�cleo primitivo, sin soluci�n de continuidad, proyect�ndose radialmente alrededor de las principales v�as de salida al exterior: calles de S. Bernardo, Fuencarral, Hortaleza, Atocha, Embajadores, Toledo, continuando la tradicional marcha hacia el este y el sur que hab�a tipificado a la secuencia expansiva medieval. A mediados del siglo XVII queda conformado el per�metro que va a subsistir hasta el Ensanche del siglo XIX, de una ciudad con marcada impronta conventual, de rudimentario caserio, donde abundas las casas a la malicia, para burlar la regal�a de aposento, y cuyos edificios m�s representativos son el Alc�zar, el Ayuntamiento, las casa de la Panader�a y la C�rcel de Corte.
Habr� que esperar al siglo XVIII para que el arbitrismo urbanista tome cuerpo en multitud de proyectos encaminados, sobre el papel, a transformar radicalmente el tejido urbano de la ciudad. Pero, �hasta qu� punto se conjugaron teor�a y realidad? Ya es un lugar com�n insistir en la calidad de Carlos III como el mejor alcalde de Madrid. Ahora bien conviene situar tal aserto en sus justos l�mites, porque el pensamiento ilustrado elabor� racionales propuestas de soluci�n a las carencias de la ciudad que a la hora de su concreci�n pr�ctica dieron lugar a unos resultados bastante alejados de los planteamientos iniciales. La teor�a fue m�s all� de la realidad y lo que hubiera podido ser una reforma globalmente considerada de la ciudad qued� en reformas parciales que no beneficiaron por igual a todos los grupos sociales presentes en la escena ciudadana. A finales del siglo XVIII surgi� una ciudad m�s bella y habitable, pero tambi�n una ciudad m�s densa que colmata espacios vac�os y se eleva en vertical como soluci�n para acoger a la corriente inmigratoria que busca asiento en Madrid; de ah� el binomio arquitectura de ornato versus arquitectura popular, simbolizada en la corrala, exposici�n de dos realidades sociales contrapuestas. Y es que a la racionalizaci�n en profundidad del espacio urbano se opon�a el r�gimen jur�dico de la propiedad. Sin una transformaci�n radical de la naturaleza de la propiedad, que la convirtiera en un bien de mercado, resultaba imposible la concreci�n de cualquier tipo de planeamiento general. En este marco se inscribe la frustraci�n de la propuesta de Jovellanos de crear un barrio extramuros que descongestionara la ciudad. Ser�a el primer atisbo de proyecto de ensanche anterior al siglo XIX, que postulaba la ampliaci�n del recinto urbano en el noreste de la ciudad entre las actuales glorieta de Bilbao y plaza de Col�n.
Las reformas urbanas de la Ilustraci�n se decantaron hacia tres tipos de realizaciones. En primer lugar, la creaci�n de una infraestructura de saneamiento, viaria y de abastecimiento, en la que se entremezclan el empedrado de las calles, normas de higiene p�blica, alumbrado, y control de la poblaci�n, sobre todo despu�s del trauma que supuso el mot�n de Esquilache en 1766, que desde el punto de vista pol�tico-administrativo dio origen a tres cargos vinculados directamente con la trama social del espacio urbano: los alcaldes de barrio, los diputados del com�n y los personeros, todo ellos de car�cter electivo, cuya actuaci�n conjuga una contradictoria actividad que va desde la representaci�n de los habitantes de la ciudad ante el Ayuntamiento, hasta la vigilancia y control de estos representados.
En segundo lugar, est� el predominio de lo que ha venido en denominarse urbanismo de ornato y administrativo, en consonancia con el car�cter representativo que se quiere dar a la capital de una monarqu�a absoluta con fuertes tendencias centralizadas, espejo y reflejo de su poder. La consolidaci�n de la Corte en Madrid encontrar� su parang�n en el contenido emblem�tico del palacio nobiliario, reflejo igualmente del estatus que la nobleza reivindica en la articulaci�n del Estado absoluto y que traslada al espacio urbano en forma de rotundo palacio ajardinado de influencia francesa y de muy diferente estructura del viejo caser�n nobiliario del siglo XVII y primera mitad del XVIII. Son los casos de los palacios de Liria, Villahermosa y Buenavista y de lo que hubiera podido ser el del conde de Altamira, en un proceso imitativo del nuevo palacio real, terminado en 1764. Por el lado administrativo, la segunda mitad del siglo XVIII asiste a la construcci�n de varios edificios representativos: el Cuartel de Conde Duque, obra de Ribera, acabado en 1754; el Hospicio de San Fernando (1722-1726), una de las grandes realizaciones del barroco madrile�o, realizado igualmente por Pedro de Ribera; el Hospital General, encargado en 1754 a Jos� de Hermosilla, proyectista del Paseo del Prado, y en el que intervino posteriormente Francisco Sabatini; la Casa de Correos, en la Puerta del Sol, ideada, en principio, por Ventura Rodr�guez, luego sustituido por el arquitecto de origen franc�s Jaime Marquet, y, por �ltimo, la Casa de la Aduana, actual ministerio de Hacienda, irregular edificio neocl�sico proyectado en 1761 por Francisco Sabatini.
Por lo que hemos visto hasta ahora, una vez m�s la capitalidad constituye el marco referencial en el que se desenvuelven las reformas urban�sticas, es decir, la interacci�n capital pol�tica-corte es el hilo conductor del urbanismo de ornato y administrativo. A lo largo del siglo XVIII la ciudad de Madrid consolida su impronta pol�tica dominante en el conjunto de los territorios de la monarqu�a, y de ah� se van a derivar una serie de funciones, principales o subsidiarias, que dejan rastro en el espacio urbano. En este aspecto, sobresalen dos elementos conformadores de la ciudad del XVIII: lo religioso y lo cultural. La vieja ciudad conventual del siglo XVII es remozada por la Monarqu�a y su Corte durante el XVIII, dando lugar a una arquitectura religiosa, s�ntesis del Barroco, en sus diversas vertientes, que combina el estilo churrigueresco en su versi�n aut�ctona o de origen italiano, y el neoclasicismo acad�mico, cuyo mayor auge se da a finales de siglo. Fruto de todo ello es un variado conjunto arquitect�nico que va desde las Salesas Reales a San Francisco el Grande. El creciente protagonismo de Madrid como centro cultural encuentra su plasmaci�n en la creaci�n de las Academias, proceso iniciado en 1714 con la Real Academia Espa�ola de la Lengua, a la que posteriormente se unir�an las de Medicina (1734), Historia (1735), Farmacia (1737), Jurisprudencia (1742) y la de Bellas Artes de San Fernando (1757), expresi�n del ambiente cient�fico de lo que se ha dado en llamar el esp�ritu de la Ilustraci�n, y que en el plano urban�stico se concret� en tres realizaciones concretas de Juan de Villanueva, el Gabinete de Historia Natural (1785-1811), posterior emplazamiento del Museo del Prado, el Jard�n Bot�nico y el Observatorio Astron�mico, ambos de finales de siglo.
En definitiva, Madrid adquiere los rasgos representativos de toda capital que se precie de tal. Su espacio urbano qued� determinado por el fen�meno de la capitalidad. No fue una elite social aut�ctona, originada por la din�mica interna de la ciudad, la que emprendi� el conjunto de reformas sino la Monarqu�a y sus cortesanos. El �nico ejemplo representativo de esta elite fue la Casa de los Cinco Gremios (1789), sita en la actual plaza de Jacinto Benavente, su car�cter singular habla por s� misma de la debilidad de las funciones econ�micas que desarrollaba Madrid en aquella �poca. En el otro extremo, la construcci�n de la plaza de toros en 1744, por orden de Fernando VI, obra originaria de Ventura Rodr�guez y Francisco Moradillo, desvela el car�cter contradictorio del siglo de las luces: esp�ritu ilustrado por arriba versus pan y toros por abajo.
LA MACROCEFALIA DE MADRID CAPITAL EN EL CONJUNTO PROVINCIAL